La crisis en un refugio municipal para perros desnudó a la dictadura. Los perros callejeros protagonizaron un episodio de centralización, improvisación y desbarajuste. Bukele se ocupa absolutamente de todo, incluso de los albergues para perros. Después de leer ocho mil mensajes, que denunciaban indignados el abandono de un refugio municipal del área metropolitana, lo privatizó, destituyó al alcalde y lo expulsó del partido oficial por desamparar a los perros, aunque había acumulado varias denuncias por corrupción.
No obstante, Bukele defraudó a quienes, confiados en la centralización, le solicitaron asumir la gestión directa del cuidado de los perros. “Simplemente, no puedo asumir más responsabilidad”, respondió, pues “apenas logro dormir dos horas al día”. La centralización tiene límites, aun para un extremista como Bukele. En su lugar, ofreció tres millones de dólares a organizaciones de voluntarios y, de paso, cerró la dependencia gubernamental encargada del bienestar animal.
No contento, clausuró “la mayor clínica para animales en América Latina”, una de sus infraestructuras extravagantes. En teoría, debía ser financiada por el fideicomiso del bitcoin; en la práctica, se mantiene con los impuestos, lo cual le permite cobrar una cantidad simbólica por sus servicios. La clínica no la cerró por razones económicas, sino por supuestas quejas de muchos usuarios descontentos por el mal servicio y por estar al servicio de los ricos. La decisión provocó otra avalancha de mensajes, que reclamaron la reapertura. Horas después, en el mejor estilo Trump, Bukele no solo cedió, sino también aumentó el presupuesto.
Más allá de lo anecdótico, la toma de decisiones de la dictadura es interesante. Decide impulsivamente y desinformada, arrastrada por impresiones y por la cantidad de “me gusta” y “no me gusta”. La reforma de la ley de tránsito vehicular que prohíbe conducir a quien no está totalmente sobrio tiene un origen similar: la rabia de Bukele al conocer por la prensa la muerte de una mujer atropellada por un conductor ebrio. Los usuarios de la clínica protestaron con amargura su desaparición, pero luego agradecieron su reapertura. Los inversionistas, en cambio, encontraron un argumento adicional para proceder con suma cautela.
No contentos con hacer vacilar a la dictadura, los perros le hicieron otro flaco favor al dejar al descubierto su hipocresía. Los vaivenes de la clínica se debieron, según Bukele, a que “lo correcto es escuchar a la ciudadanía”. Si fuera así, ya habría respondido a las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, a las mujeres desesperadas por conocer el paradero de sus familiares encarcelados, a los asegurados que reclaman atención y medicamentos, a los cooperativistas que exigen la devolución de sus ahorros malversados, a la oposición a la minería metálica y a otros muchos. Pero el oído de la dictadura es muy selectivo y errático.
Al concentrar en su persona la administración pública, Bukele se hace directamente responsable de su desenvolvimiento, incluso de las perreras. Él designó al alcalde, desconoció los señalamientos de corrupción e ignoró el maltrato animal hasta que las redes digitales rugieron. Nadie más que él es responsable de esta crisis, pero no puede reconocerlo. Sería demasiado para una figura tan egocéntrica. Por eso, disimula. Cierra lo que malogra y privatiza lo que no puede cerrar, y presenta estas decisiones como soluciones geniales.
Algo no anda bien en una colectividad que sufre más por el animal maltratado que por la inmensa multitud de conciudadanos abandonados al hambre, la enfermedad y la ignorancia. Bukele se solidarizó con el dolor de los escandalizados por “las condiciones deplorables” del refugio para perros, pero no se inmuta ante el sufrimiento de los hambrientos y los enfermos, de los sin techo y los abandonados. La superioridad de los animales se refleja en el presupuesto: el cuidado de aquellos tiene asignado más dinero que la mitad de los hospitales públicos. La justicia es intolerante con quien maltrata a un animal, pero complaciente con quien atenta contra la integridad de los seres humanos.
La humanidad siempre se ha sentido atraída por el poder y la autosuficiencia. El poder bastarse a uno mismo y el ser artífice del propio destino ejercen una atracción casi irresistible. Los poderosos, por lo general, muy crueles, viven dominados por esa ilusión. Sin embargo, no tardan en descubrir, forzados por la realidad, que son débiles e impotentes, indigentes y necesitados. Ellos también necesitan de otros, que vengan en su auxilio y los rescaten. Pero los poderosos no suelen estar dispuestos a aceptar la fragilidad de su condición humana. Prefieren seguir intentando realizar sus sueños de poder total.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.