Las personas privadas de libertad no dejan nunca de ser personas, y por tanto deben ser tratadas como tales. El Estado salvadoreño, según la Constitución de la República y mientras no la cambien, está al servicio de la persona humana. A los encarcelados se les restringe la libertad, dado que se les acusa de haber abusado de ella en perjuicio de otros ciudadanos, pero no se les priva de otros derechos. Continúan con el derecho a la integridad física, a la salud, a la alimentación, a la defensa legal, a la visita familiar y a la rehabilitación, entre otros derechos básicos. Si están bajo control del Estado en las prisiones, a las autoridades les corresponde respetar esos derechos. Sin embargo, hay bastante evidencia de que no se respetan entre los 80 mil detenidos durante el régimen de excepción. La ciudadanía debe exigir al Estado que cumpla con la Constitución y con los tratados internacionales relativos al respeto a la persona humana y sus derechos. Por malvados que hayan sido, los privados de libertad no dejan de ser personas. Y además no todos son malvados, ni lo son en la misma dimensión. Y con el régimen de excepción el número de inocentes en nuestras cárceles ha aumentado considerablemente. Por todo ello es importante recordar los derechos de los privados de libertad.
Un derecho básico es el de la alimentación. Que esta sea insuficiente y que se obligue a las familias de los presos a pagar por un complemento alimentario es injusto. Que se bloquee la visita familiar y que incluso se niegue la información sobre la situación de los detenidos es escandaloso e inhumano. Que no tengan en la práctica acceso a una defensa es una violación grave de los derechos fundamentales y constitucionales. Juzgarlos en grandes cantidades y en audiencias masivas es una aberración jurídica. Mantener arbitrariamente muchos meses sin juicio a las personas detenidas está reñido con las dimensiones más básicas de la justicia. Cuando de la parte gubernamental se dice que las estrategias de seguridad han sido “implementadas de una manera técnica y con una mínima afectación a derechos”, se está mintiendo. Porque no es mínima afectación que más de 7 mil personas, según declaraciones oficiales, hayan estado detenidas, muchas de ellas durante meses, y hayan finalmente sido liberadas por el hecho de ser inocentes. Perdieron sus trabajos, estuvieron en condiciones horribles y quedaron desacreditadas ante personas con prejuicios, que desgraciadamente suelen abundar.
Las leyes de protección de derechos no son caprichos de ONG ni de personas que viven bien y no conocen la gravedad de los delitos cometidos por los privados de libertad. Al contrario, los derechos humanos nacen para proteger de todo trato cruel e inhumano. Y nacen de lo mejor de la humanidad; personas que conociendo las dificultades de la vida, buscan una sociedad donde se dé oportunidad de rehabilitación a todos. Y en ese sentido, nada hay mejor para rehabilitar que tratar con humanidad a las personas justamente castigadas por sus delitos. En 2007, los obispos de América Latina reunidos en Aparecida, Brasil, decían que les dolía “la situación inhumana en que vive la gran mayoría de los presos, que también necesitan de nuestra presencia solidaria y de nuestra ayuda fraterna”. Son efectivamente los más preocupados por el desarrollo solidario de la humanidad y las religiones los que buscan que no se cometan injusticias con los privados de libertad. Y son también los que saben que causar el máximo dolor posible a quienes han hecho sufrir solo consigue multiplicar el sufrimiento. Una posición muy diferente a la de aquellos que no les importa castigar masivamente a culpables e inocentes por el simple hecho de vivir en una zona o que prefieren eliminar leyes y prácticas de control de los abusos para asegurar el sufrimiento máximo de lo detenidos.