Hoy, 24 de marzo, se cumplen 29 años de la muerte martirial de monseñor Romero. El sábado pasado, una multitud (en torno a las veinte mil personas), muchos caminando desde El Salvador del Mundo al parque Gerardo Barrios, recordaba a este salvadoreño universal asistiendo a una eucaristía frente al atrio de la catedral metropolitana. El tiempo pasa, pero no pasa la devoción y el recuerdo de este pastor al que nuestro nuevo arzobispo, Mons. José Luis Escobar, no dudó en llamar "obispo mártir" en su primera homilía.
Este recuerdo tan hondamente sentido expresa, además de una profunda fe religiosa, valores éticos y cívicos de primera magnitud. Nada construye mejor una sociedad modernamente humana que la aceptación de que el sufrimiento de las víctimas aporta más al desarrollo de la humanidad que los triunfos parciales de los opresores o los injustos. Reconocer la aportación histórica de las víctimas, su enorme potencial de humanizar las relaciones entre las personas, las sociedades y las culturas, contribuye siempre a la justicia, a la verdad y a la solidaridad.
Mons. Romero, en efecto, desde su aparente fracaso y su muerte se ha convertido en estímulo y ejemplo de lo que debe ser un buen cristiano y un buen salvadoreño. Alguien que mira la realidad con ojos de verdad, de libertad y de misericordia, y que desde ese ver se compromete con los empobrecidos, marginados, golpeados y excluidos de nuestras sociedades. Y que realiza ese compromiso sin rechazar a nadie. Invitando proféticamente a los ricos y a los poderosos a compartir y ser más generosos, y defendiendo solidariamente a los más pobres.
Hoy, 29 años después, nuestra realidad salvadoreña ha experimentado grandes cambios. Pero persiste un modelo de desarrollo que privilegia el fuerte crecimiento económico de unos pocos mientras deja en cámara lenta la generación social y estatal de la solidaridad. Un desarrollo desigual que premia a quienes tienen más y se olvida fácilmente de los más pobres. Un desarrollo vulnerable que ante cualquier circunstancia desfavorable (llámese crisis económica, alza de precios, terremoto, inundación, epidemia) hace retroceder al país sustancialmente en sus índices de desarrollo humano.
A monseñor Romero le impactó enormemente la sangre derramada injustamente de inocentes y pobres que buscaban justicia y desarrollo. Hoy debe ser el hambre de niños mal nutridos, la vivienda no digna, los salarios insuficientes, el abandono de tanto anciano y anciana que carecen de pensión los que nos muevan y cuestionen. La muerte de los pobres y de tantos jóvenes víctimas de la violencia, la falta de perspectivas que provoca la migración de tantos y tantas buenas compatriotas nos muestran una sociedad enferma a la que hay que asistir. Con voces proféticas como la de Romero y con compromisos solidarios actuales. Con planificación de un futuro mejor y con imaginación para avanzar hacia él solidariamente y en paz.
Romero, como muchos otros santos y santas latinoamericanos, no se puede domesticar ni convertir en un santo al antojo de caprichos ideológicos o encubrimientos limosneros. Es un santo para nuestros días que, en medio de un mundo actual en el que "la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres" (Juan Pablo II, 2003), sigue afirmando su lucha pacífica contra las idolatrías de la riqueza, del poder y de la organización.
Entramos hoy, al cumplirse los 29 años de su asesinato, en una peregrinación hacia ese aniversario fuerte que serán los 30 años. Un caminar que debe, una vez más, acompañar el camino de nuestra gente hacia la construcción de una sociedad más solidaria y justa. Un caminar que debería culminar celebrando simultáneamente su trigésimo aniversario y su beatificación. La implicación de Roberto D’Abuisson en el crimen, dada su calidad de fundador del partido en el poder, influía en que el proceso de beatificación avanzara lentamente y con un exceso de precauciones. Hoy, en una nueva coyuntura política, el avance debería ser más rápido. Somos miles de personas en El Salvador los que lo recordamos como un santo, los que nos sentimos animados a luchar contra nuestro propio pecado y contra el pecado estructural al ver su ejemplo, y los que desde nuestra propia fe madura, e incluso ilustrada, lo consideramos un verdadero mártir.
Tras veinte años en el poder de un partido que privilegiaba la libertad, con frecuencia favoreciendo demasiado la del más fuerte, ahora llega al Gobierno un partido que ha privilegiado en su discurso el lenguaje de la solidaridad. Escuchar de nuevo a monseñor Romero, ese hombre simultáneamente libre y solidario, puede ayudarnos a todos a construir, desde la verdad, la justicia y la reparación ofrecida a las víctimas de nuestra historia, una sociedad más solidaria y más fraterna.