El 7 de abril se celebra el Día Mundial de la Salud, en conmemoración del aniversario de la fundación de la OMS en 1948. Y cada año se elige un tema relacionado con un área prioritaria de la salud pública. El de 2014 son las enfermedades transmitidas por vectores. Se calcula que el paludismo, la enfermedad vectorial más mortífera, causó 660,000 muertes en 2010, la mayoría en niños africanos. Sin embargo, queremos aprovechar la ocasión no tanto para hablar de la amenaza que suponen los vectores más conocidos (mosquitos, chinches, garrapatas, etc.) y las enfermedades vectoriales —ambas, sin duda, cuestiones importantes—, sino para recordar algunos criterios de la ética de la salud, que nos ayudan a comprender la enfermedad desde una perspectiva integral. Es este un tema menos frecuente al hablar de salud pública, pero que nos pone ante la realidad de la enfermedad vivida en la intimidad humana.
En primer lugar, este tipo de ética nos recuerda que el ser humano vive la enfermedad desde su propia condición. La enfermedad no es solo una alteración o disfunción del organismo, como en los animales, sino que tiene una resonancia en toda la personalidad. El enfermo se relaciona estrechamente con su enfermedad, convive con ella, la siente, la analiza, percibe sus consecuencias. Por eso se afirma que la actitud del enfermo frente a su malestar es original y propia de cada uno. No obstante, hay algunas vivencias comunes en las personas cuando se enfrentan a una enfermedad grave. Veamos.
La ruptura de la seguridad. La enfermedad significa siempre una ruptura de las seguridades. Estamos tan habituados a vivir que la salud nos parece lo más normal. Pensamos que disponemos de energías para siempre. Cuando llega la enfermedad, casi siempre produce sorpresa. De pronto, el individuo se ve obligado a detenerse, abandonar su trabajo, permanecer en cama, sufrir, acogerse a los servicios hospitalarios. La enfermedad es el "triunfo" de la precariedad, que nos revela nuestra condición humana, siempre frágil y contingente.
La enfermedad, fuente de interrogantes. En el interior del enfermo brotan todo tipo de preguntas: ¿por qué me sucede esto?, ¿a qué se puede deber?, ¿me curaré?, ¿acertarán a devolverme la salud?, ¿qué será de mi familia? Son cuestiones radicales que sacuden a la persona, porque se refieren no a cosas, sino a su ser, su identidad, su proyecto de vida.
Estado de atención y alerta. El enfermo grave se va haciendo, por lo general, un ser atento, observador, penetrante de todo y de todos. El enfermo mira, escucha, recuerda, capta los gestos y detalles, las palabras y los silencios, las miradas, todo lo que sucede en su entorno. De ordinario, la enfermedad tiende a agudizar la capacidad de intuición y de reflexión de la persona. La inactividad, la soledad, las largas horas de silencio y dolor inducen a penetrar en el interior. El que sufre es siempre una persona que piensa.
Experiencia de recogimiento. La enfermedad lleva a la persona a recogerse en su interior (recuerdos, afectos, éxitos, fracasos, gozos, sufrimientos, errores y pecados). La enfermedad la lleva a ensayar una especie de síntesis de vida. Ahora vive de un modo diferente su relación consigo mismo, con los demás y con el entorno. Este silencio recogido del enfermo puede ser el silencio de una persona derrotada, impotente ante el mal, aniquilada por la enfermedad. Pero puede ser también un silencio creativo donde, quizás con la ayuda de otros, se puede ir gestando una renovación humana.
Revelación de lo esencial. La enfermedad es para muchos una experiencia que permite descubrir mejor lo esencial de la vida. El enfermo capta con claridad lo que no quisiera perder nunca: el amor de las personas, la libertad, la salud, la amistad, la paz, la esperanza. La enfermedad ayuda a abrir los ojos para ver mejor lo esencial. El enfermo grave capta como nadie lo que merece la pena y lo que es secundario. Es la sabiduría para intuir lo esencial de la existencia que acostumbramos perder en la cotidianidad.
En suma, todas estas consideraciones de la ética de la salud nos permiten vislumbrar la importancia y alcances de la experiencia de "enfermar". La enfermedad puede destruir a la persona, pero puede también ser una experiencia de crecimiento personal.
Un segundo criterio tiene que ver con la concepción misma de la enfermedad. La enfermedad no es simplemente algo desagradable que sucede a la persona desde afuera (un ataque recibido desde el exterior). La enfermedad es parte de la persona, que a raíz de ello no puede actuar y realizarse en armonía y plenitud. La vida es un proceso dinámico que queda alterado, interrumpido o bloqueado por la enfermedad.
La perspectiva integral reconoce que la vida de la persona es un proceso de despliegue continuo, y la enfermedad la interrupción de este flujo. Una desarmonía en la vida se reflejará sintomáticamente en el cuerpo produciendo alguna forma de enfermedad. De hecho, se va constatando cada vez más que gran parte de las llamadas "enfermedades modernas" (cardiovasculares, diabetes, ciertos tipos de cáncer) están relacionadas con la angustia, la tensión o los conflictos y contradicciones del modo de vida actual.
Por otra parte, está cada vez más clara la tendencia a considerar los aspectos positivos de la enfermedad, no solo su lado negativo y dañino. La enfermedad no es solo un "enemigo"; puede ser también expresión de la sabiduría del cuerpo que reacciona y pone en marcha un complejo sistema de alarma para que la persona reoriente su vida de una forma más sana. La enfermedad será entonces un mensaje, una retroalimentación del proceso vital que nos informa de algo que turba la armonía y nos impele a actuar de forma más consciente, a tomar parte activa en el desarrollo del propio bienestar y a asumir esa responsabilidad.
En esta óptica, la inspiración cristiana afirma la fuerza saludable de la fe; es decir, la fe cristiana está llamada a ser estímulo, consuelo, esperanza que ayude al enfermo a vivir su enfermedad como lugar de renovación y crecimiento humano y cristiano. En este sentido, nos recuerda que para vivir y amar la propia vida de forma sana, el individuo necesita sentirse apreciado y amado incondicionalmente por alguien, y no solo por sus logros o méritos, sino sencillamente por lo que es. La fe en Dios y en su amor incondicional y gratuito ofrece al creyente, por tanto, una experiencia básica para la sanación, que puede resumirse en los siguientes términos: "Yo soy amado no porque soy bueno, santo y sin pecado, sino porque Dios es bueno y ama de manera incondicional y gratuita".
En el Día Mundial de la Salud, es bueno recordar esta visión integral de la enfermedad, porque puede enseñarnos no solo el arte de una vida sana, sino también el hecho de que la enfermedad puede constituirse en una oportunidad para liberar de lo que impide el despliegue sano de la persona.