El presidente Funes enviará esta semana sus observaciones al Consejo del Salario Mínimo, integrado por empresarios, sindicalistas y representantes del Gobierno. El mandatario quiere que el aumento del 12% se produzca en el intervalo de un año a partir de este mes, pero el Consejo lo propone con un lapso de año y medio. Además, el presidente plantea que los plazos de aumento se den también en volúmenes mayores en las dos primeras entregas, mientras el Consejo busca aumentos del mismo volumen cada semestre. Evidentemente, la propuesta del Ejecutivo es ligeramente más ventajosa para quienes ganan el salario mínimo que la de los sindicalistas y empresarios. Dicho esto, conviene que hagamos una reflexión sobre el salario mínimo, una vez más.
En primer lugar, la estructura del salario mínimo en El Salvador es vergonzosa: discrimina y maltrata el del campo, como si producir alimentos fuera una ocupación sin valor. No tiene ningún sentido que el trabajo en la ciudad tenga una valoración oficial en el salario mínimo de más del doble que el del campo. De hecho, tener un sueldo tan discriminatoriamente diversificado es irracional, injusto y promotor de graves diferencias sociales. Si se aplica el aumento del 12% al salario de los servicios en la ciudad, el incremento sería de unos 27 dólares. Ese mismo porcentaje aplicado al ingreso del campo sería de 12.60 dólares. Así, los trabajadores de servicios tendrían un aumento de más del doble que los agropecuarios. Y esta diferencia injusta entre ambos salarios mínimos continuará creciendo.
En segundo lugar, el salario mínimo está muy por debajo de las necesidades básicas de las personas tanto en el campo como en la ciudad. Incluso con el salario mínimo del sector servicios, que es el más alto, no se puede ser un sujeto de crédito para comprar una casa decente en lo básico. El salario del campo, aun con el aumento, y trabajando dos personas de una familia de cuatro, no alcanzaría para salir de la pobreza, tal y como la mide el Ministerio de Economía. Es, pues, un sueldo que condena a la pobreza al trabajador del campo. ¿Tiene alguna institución, aunque esté compuesta por patronos y sindicalistas, derecho a condenar a la pobreza a la gente? En tercer lugar, debemos preguntarnos qué significa ser sindicalista en El Salvador. Alguien que condena a los más pobres a vivir en la pobreza, destinando para ellos un salario a todas luces injusto, no es un verdadero sindicalista, sino un simple y vulgar estafador. Un estafador que vive de decir que representa al trabajador, pero que se vende a intereses no solo patronales, sino a un modo de pensar discriminatorio, cercano en cierto modo al racismo clásico. Si el trabajo debe ser al mismo tiempo generador de riqueza y de autorrealización personal, ¿qué autorrealización puede haber cuando el salario condena a la persona al hambre y la marginación?
En su informe de desarrollo humano de 2007-2008 para El Salvador, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo afirma que un salario decente debe superar en el campo los 370 dólares al mes. Los sindicalistas que están en el Consejo del Salario Mínimo ganan con seguridad más que eso. ¿No consideran personas a los campesinos? Se puede esperar de patrones sin conciencia salarios mínimos de hambre, dada la tradición de inconsciencia y explotación de muchos de ellos. Pero que haya sindicalistas que apoyen ese tipo de insulto a los pobres raya en la desvergüenza más absoluta. Los sindicalistas auténticos, que como tales buscan respeto al trabajo y se solidarizan con los trabajadores salarialmente maltratados, deberían denunciar a esa lacra sindical que desde puestos de responsabilidad se burlan de los derechos del trabajador.