La medida cautelar que habilitó el uso público de los carriles del Sistema Integrado de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador (Sitramss) da pauta para reflexionar sobre lo público y lo privado en El Salvador. La medida la fundamenta la Sala de lo Constitucional en el interés público, porque, dice la sentencia, “están en juego varios derechos de la colectividad como la libre circulación y el disfrute de bienes de uso público”. Si esto es así, la Sala podría pronunciarse sobre otras realidades que restringen estos derechos. Quizá el caso más evidente es el de las calles y avenidas que han sido cerradas con portones, cortando la circulación en nombre de la seguridad. Muchas calles de colonias y residenciales, en las que el libre paso podría aliviar la caótica situación del tráfico vehicular, son para el uso exclusivo de sus residentes. Asimismo, muchas playas frente a hoteles y residencias en la costa salvadoreña y en algunos lagos se han privatizado. ¿No son las riberas de ríos, lagos y la costa bienes estatales y, por tanto, de uso público que deberían estar abiertos a todos? ¿No sería bueno decretar vía sentencia que todos tenemos acceso a esos lugares?
El espectro radioeléctrico no solo es de uso público, sino que ha sido declarado por las Naciones Unidas como un bien de la humanidad. Sin embargo, en el país, las frecuencias de radio y televisión se han adjudicado a quien oferta más dinero, lo que ha provocado la concentración mediática que nos caracteriza y que beneficia a un sector político y económico en particular. Otros derechos importantes para la población tampoco son defendidos ni garantizados. Por ejemplo, el artículo 65 de la Constitución dice que “la salud de los habitantes de la República constituye un bien público. El Estado y las personas están obligados a velar por su conservación y restablecimiento”. Sin embargo, en la realidad, la salud se ha vuelto un lujo que solo puede disfrutar quien puede pagarlo. Mientras más dinero se tenga, mejor es el servicio de salud que se tiene.
Yendo más allá, el artículo 111 de la Carta Magna, que se refiere a los servicios públicos, dice que al Estado “le corresponde regular y vigilar los servicios públicos prestados por empresas privadas y la aprobación de sus tarifas”. ¿No es la salud un servicio público? ¿Por qué entonces hay escalas de calidad en la atención médica? ¿Por qué hay un abanico de precios en los servicios? ¿Por qué el Estado no regula esas tarifas como lo hace con la educación que brindan los colegios privados? Se podría argumentar que esa inversión la hacen privados, no el Estado, pero, como dice la Constitución, la salud es un bien público y, por tanto, debería estar al alcance de todos. Y lo mismo vale para el agua y la alimentación, derechos garantizados en la máxima ley del país, pero que en realidad solo están al alcance de quienes pueden costearlos.
Según parece, en los días transcurridos desde la medida cautelar sobre el Sitramss, la circulación ha sido más fluida para los vehículos particulares y es tolerable el retraso en el recorrido de los autobuses del sistema —que también son privados—. Pero estos datos de la realidad no importan mucho para quienes solo tienen en mira la perspectiva partidaria. Para ser coherente, ante demandas sobre las realidades mencionadas, que se han vuelto excluyentes para la mayoría de la población y que solo benefician a pequeños grupos, la Sala de lo Constitucional también tendría que garantizar los derechos a la libre circulación y al disfrute de bienes de uso público. Porque es esto lo que se ha aplicado al Sitramss, según los magistrados declaran.