Suele pensarse que un régimen político solo puede ser derribado por la vía de las balas, ya sea las de un golpe de Estado protagonizado por militares o las de una revolución. Ello obvia la estrategia de los votos, que puede ser tan efectiva como un asalto armado. Recep Tayyip Erdogan, presidente turco desde 2014, comparó a la democracia con un tren y declaró que “uno se baja de ella cuando llega a su destino”. Y lo cumplió. Cuando hubo acaparado todos los poderes del Estado mediante una reforma fraudulenta de la Constitución, se bajó del tren de la democracia. Hoy en día, Erdogan es considerado un dictador.
En una Venezuela castigada por la corrupción, la pobreza y la desigualdad, Hugo Chávez prometió refundar la república, regenerar la política y alcanzar la justicia social. Llegó al poder en diciembre de 1998 con amplio respaldo social. Comenzó siendo un demócrata y terminó como dictador al consolidar a su alrededor todo el poder del Estado. Hoy, el pueblo venezolano es, según el Fondo Monetario Internacional, el más pobre del continente, incluso superando al sufrido Haití.
Los de Venezuela y Turquía son solo dos de los casos en los que un líder carismático se aprovecha de una crisis económica, militar o política para presentarse como redentor y, después de ser favorecido con los votos de los electores, socavar la democracia y terminar empeorando la situación del pueblo que le dio su confianza. ¿Cómo se sabe cuando una democracia ya no lo es? Un rasgo característico de un régimen autocrático es que no tolera cuestionamientos. Quien no dice sí a todo es parte de una oposición que es perseguida y denostada permanentemente.
Hay regímenes, como el venezolano, que comienzan siendo democráticos, pero progresivamente se vuelven autoritarios. En Venezuela, el desmantelamiento de la democracia inició cuando se cooptaron las cortes de justicia. Después se persiguió a la oposición y se suspendieron elecciones. Finalmente llegó la Asamblea Constituyente, con la cual Maduro saltó al vacío. Nicaragua es otro ejemplo de disolución de una democracia y y consolidación y endurecimiento de una dictadura. Actualmente, en el país centroamericano se reprime y asesina a la población que protesta, y se ha encarcelado a los candidatos de la oposición.
En El Salvador abundan los signos de que se camina en ese sendero a grandes pasos. Lo que en Nicaragua tomó 10 años, acá está demorado solo unos meses. Parece ya firme la decisión de hacer a un lado a quienes piensan distinto y denuncian la cada vez más inocultable corrupción. Un estudio del caso venezolano, titulado “La fórmula perfecta para apuntalar la dictadura” y publicado en enero de 2020 por el Centro de Justicia y Paz (Cepaz), enumera las medidas que el régimen emplea para callar la disidencia. En el actual contexto salvadoreño, cuatro de esas medidas resultan muy familiares.
La primera es acumular procedimientos judiciales contra los opositores violando el debido proceso y destruyendo su imagen personal. La segunda, acosarlos y denigrarlos a través de los medios de comunicación, valiéndose de la hegemonía comunicacional construida con dinero público. La tercera, destituir de sus cargos a los funcionarios que no se someten al régimen. Y la cuarta, realizar allanamientos irregulares, incluso sin orden judicial, a casas de particulares o de organizaciones cercanas a la oposición, o sospechosas de serlo. La semejanza con lo que está pasando en El Salvador no es simple casualidad. El fuego dictatorial ya quema al país.