El 24 de marzo celebramos a san Óscar Arnulfo Romero, nuestro querido pastor, que amó tanto al pueblo salvadoreño que murió por él. Ese mismo pueblo lo reconoció como mártir y santo desde el mismo día en que fue asesinado. También lo hizo la jerarquía de la Iglesia católica, 35 años después, al finalizar un largo proceso en el que se analizó a fondo su vida, pensamiento y escritos, para así poder afirmar con propiedad que su doctrina estaba en plena consonancia con la fe católica.
Monseñor Romero tuvo la enorme responsabilidad de guiar a la grey católica salvadoreña durante 10 años. Primero, como obispo auxiliar de San Salvador; después, como obispo de Santiago de María; y, finalmente, como arzobispo de San Salvador. Su pasión por anunciar el Evangelio utilizando todos los medios a su alcance fue una característica de su trabajo como sacerdote y obispo. San Romero tuvo bien claro que su papel principal como obispo era la evangelización del pueblo salvadoreño. Y lo hizo con sus enseñanzas, siempre apegadas al Evangelio; con su palabra clarividente, denunciando todo aquello que se oponía al proyecto de Dios para la humanidad; y con hechos, mostrando una genuina preocupación por los pobres, defendiendo sus vidas, consolándolos en sus angustias y sufrimientos, señalando los abusos y atropellos del poder, velando por el respeto a sus derechos humanos.
Monseñor Romero es guía y pastor para el país; sus enseñanzas, su ejemplo siguen animando e inspirando a vivir con profundidad el seguimiento de Jesús. Su mensaje trascendió nuestras fronteras y se hizo universal. Muestra de ello es que en el año 2010 Naciones Unidas declarara que el 24 de marzo, fecha de su muerte martirial, sería reconocido como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. Sin duda que en esta decisión influyó la decidida denuncia que monseñor Romero hizo de las barbaries y atropellos que a diario sangraban a los más humildes a finales de la década de los setenta, y para los que el santo siempre pidió se esclareciera la verdad y se llevará a los hechores ante la justicia. Con toda razón se puede afirmar que monseñor Romero es reconocido mundialmente como un defensor de los derechos humanos y como el patrono de las víctimas de las violaciones a los mismos.
Por todo lo anterior, su subida a los altares no puede servir para manipular su figura, despojarlo de su compromiso con el anuncio del Reino de Dios o hacer a un lado su lucha contra el mal. Al contrario, debe ayudarnos a ver en san Óscar Arnulfo Romero un hombre plenamente fiel al Evangelio, que se esforzó por ser un auténtico discípulo de Jesús, siguiendo su ejemplo, actualizándolo en la realidad trágica y violenta que le tocó vivir. Su amor al pueblo salvadoreño brotó de su amor a Cristo, al que vio presente y crucificado en los empobrecidos, en las víctimas de la injusticia y la represión, y de ahí su denuncia de la injusticia y su lucha por el bien de las mayorías. Por eso la Iglesia lo ha considerado mártir y santo, es decir, testigo de fe en Jesús y discípulo modélico.
Al conmemorar su martirio en un clima de polarización, agresividad y odio, vale la pena recordar estas palabras de san Óscar Arnulfo Romero: “Ni la violencia de la injusticia social o de la represión, ni la violencia de las reivindicaciones inspiradas en soberbia, venganza o resentimiento puede ofrecer la solución a la evidente descomposición sociopolítica del país. Solo pueden abrir una salida eficaz a esta encrucijada, el retorno sincero a la justicia y el amor, el respeto mutuo de los derechos humanos y el mutuo entendimiento de todos los salvadoreños admitidos sin parcialidad a un verdadero diálogo”.