En medio de la crisis económica que atraviesa el Gobierno y un buen porcentaje de familias salvadoreñas, ha surgido una iniciativa que busca responder a una cuestión de finanzas públicas, pero que también remite al campo de la ética. Se trata de un grupo de organizaciones aglutinadas en el movimiento Ciudadanía por la Salud, que emerge con la consigna “Lo público para lo público”. En el país, se ha vuelto común en instituciones públicas y entidades autónomas la práctica de comprar seguros privados de salud para el personal. En un trabajo de investigación, Ciudadanía por la Salud determinó que solo la Asamblea Legislativa y la Corte Suprema de Justicia gastan más de 10 millones de dólares al año en la compra de estos seguros. Por supuesto, la calidad y la cobertura de estos varían según la jerarquía de los funcionarios. Por ejemplo, el seguro privado de salud de un diputado tiene cobertura mundial y lo cubre a él y a sus familiares.
El problema en esta práctica no está en los seguros privados en sí mismos. Cada quien tiene derecho a adquirir los bienes y servicios que pueda y quiera. Esa es cuestión personal. Sin embargo, otra cosa es que esos bienes y servicios se paguen con dinero público, es decir, con dinero de todos los ciudadanos. Este vicio —no hay otra forma de llamarlo— se ha vuelto tan extendido que la mayoría de la gente lo ve como algo normal. De hecho, no extrañaría que la solicitud de Ciudadanía por la Salud de ponerle un alto y transferir esos recursos al sistema nacional de salud genere resistencia no solo en los altos funcionarios, sino también en los empleados de base que se ven beneficiados. Seguro argumentarán que el seguro médico privado es un derecho adquirido. Pero hay una pregunta de fondo: ¿es ética y legalmente correcto destinar dinero público para comprar seguros de salud privados?
Esta anomalía tiene a su base la aceptación implícita de que lo público no sirve o, por lo menos, que el servicio público es muy inferior al privado. En definitiva, que funcionarios que se dedican a la administración del Estado prefieran acudir a clínicas y hospitales privados no es otra cosa que un desprecio y un abandono de lo público. Si los encargados de legislar y de asignar fondos a la salud pública prefieren lo privado, ¿qué motivación tendrán para mejorar el servicio al que tienen que acudir los más pobres? Si todos los empleados de las instituciones públicas y de las entidades autónomas cotizan al Seguro Social, ¿por qué no pueden usar ese servicio como lo hace el grueso de los trabajadores afiliados? ¿No será mejor destinar lo que el Estado gasta en seguros privados de salud a la mejora del servicio de salud pública?
Además, es éticamente inaceptable y riñe con los valores elementales de la democracia que los funcionarios utilicen dinero público para servicios privados. En cualquier parte del mundo, desde el enfoque de una administración pública democrática, el uso de los recursos estatales para obtener beneficios privados se entiende como patrimonialismo, una falta, una modalidad de la corrupción. Aparte, comprar servicios privados con dinero público viola el derecho de los salvadoreños a tener un servicio de salud más integral. Es cierto que los empleados de la Corte Suprema de Justicia y de la Asamblea Legislativa se ven beneficiados con los seguros privados, pero la solución no es dar seguros privados a todos, como se ha insinuado, sino fortalecer los servicios públicos. Servicios que benefician a todos, no a un pequeño grupo. Un derecho que no es de todos deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio. Eso es lo que representan los seguros privados de salud. Lo público debe utilizarse para mejorar lo público.