Recientemente aparecía en uno de los matutinos nacionales la noticia de que el Departamento de Estado se refiere a El Salvador en un informe como un país por el que circula más droga de la que el Gobierno admite y que, al mismo tiempo, es receptor de blanqueo de dinero. Dice incluso que el envío de remesas sirve para remitir acá parte de las ganancias obtenidas en la venta de drogas en Estados Unidos. Y aunque se reconocía que la importancia de El Salvador en el tráfico de drogas era inferior a la de Honduras y Guatemala, se afirmaba simultáneamente que tenía el suficiente volumen como para incidir en la vida política y social del país. Un poco antes fue publicado un informe de una institución especializada en fuga de capitales hacia paraísos fiscales. En el documento se afirma que en la década 2001-2010 salieron de El Salvador hacia bancos que refugian capitales oscuros la cantidad de 8,700 millones de dólares, prácticamente el equivalente a dos presupuestos nacionales anuales.
Cualquiera de las dos noticias podría servir para afirmar la existencia de corrupción en nuestro país. Sumadas se convierten en un alegato irrebatible de la existencia del flagelo; y en ese sentido, en una comprobación más de la debilidad de nuestras instituciones. La vieja tradición de considerar la política como un mecanismo de ascenso social, o como un medio para que continúen creciendo económicamente los que manejan el dinero en El Salvador, ha generado tanto una profunda debilidad en nuestra institucionalidad como una terrible impunidad que favorece la corrupción.
Frente a esta realidad de corrupción ampliamente extendida, el fortalecimiento de la institucionalidad tiene que ser mucho más enérgico. Generalmente, la tendencia en El Salvador ha sido emitir leyes que prevengan la corrupción, pero con instituciones débiles, incapaces de cumplir con la ley, con poca capacidad de control interno y con escasas posibilidades de ser investigadas desde fuera. La autonomía casi total, el exiguo presupuesto y la enorme y desproporcionada acumulación de delitos pendientes que caracterizan a la Fiscalía General de la República no solo explican la impunidad en el país, sino también la enorme debilidad de una institución clave.
En este tiempo electoral, los ilustres candidatos a la presidencia, especialmente los tres con mayores posibilidades de alcanzar la dirección del poder ejecutivo, no parecen estar preocupados por la debilidad de nuestras instituciones. Un plan serio de fortalecimiento de las mismas, explicable, lógico y detallado, no parece tenerlo ninguno. Los tres tienen una larga trayectoria política y saben tanto de la debilidad institucional como de la impunidad ampliamente extendida en El Salvador. El hecho de que no hablen del tema, que no tengan un plan de fortalecimiento institucional, es para todos una mala noticia, porque muestra que la familiaridad con la corrupción les ha hecho insensibles y despreocupados ante la misma.
Buena parte de los ciudadanos piensa que, con independencia de quien gane los comicios de 2014, tendremos cinco años más de lo mismo. La incapacidad no es patrimonio exclusivo de ningún partido. Los problemas pendientes y los escasos avances en la solución de los mismos nos muestran un panorama político de aceptación generalizada de la incompetencia institucional; aceptación que por supuesto afecta también a los candidatos. Mientras el ciudadano reclama eficacia desde hace demasiados años, los políticos devuelven lentitud, impunidad e ineficiencia. No es raro, pues, que la corrupción florezca y avance en muy diversos campos, aprovechándose de la situación.
Durante la Jornada Mundial de la Juventud, el papa Francisco exhortaba a los jóvenes a luchar, pacíficamente, contra la corrupción. Frente a una política que se olvida del bien común para centrarse en intereses individuales o de grupos dominantes, el papa pedía a los jóvenes que le devolvieran la dignidad a la política. Dignidad que solo se adquiere cuando las instituciones son eficaces en el servicio al bien común, cuando cubren universal e igualitariamente los derechos universales de los ciudadanos y cuando el delito, especialmente el de corrupción, se investiga y se castiga. Ojalá nuestros jóvenes exijan y obliguen a nuestros débiles candidatos a la presidencia a tomarse en serio la lucha contra la corrupción.