Hoy día, la paz es uno de los bienes más deseados por el pueblo salvadoreño, tanto o más que hace 24 años. Al conmemorar el fin de la guerra civil, no es justo tirar su significado por la borda debido a la situación actual del país, así como tampoco es acertado deslindar lo que ahora vivimos y sufrimos de lo que se hizo o se dejó de hacer en aquellos tiempos. Los Acuerdos de Paz, suscritos el 16 de enero de 1992 en el castillo mexicano de Chapultepec, terminaron con una guerra de 12 años que dejó 75 mil muertos, más de un millón de desplazados, miles de familias separadas, la infraestructura del país gravemente deteriorada y la capacidad productiva en condición crítica. Pero, sobre todo, la guerra dejó profundas heridas en la sociedad.
Para no pocos analistas, los Acuerdos representan la reforma política más importante de El Salvador y el punto de partida para la construcción de nuestra aún incipiente democracia. Pero no solo constituyeron un hito histórico nacional, sino también se convirtieron en un referente a nivel internacional. Con el caso salvadoreño, la ONU se estrenó en la mediación en un conflicto interno, y para la Organización la experiencia fue tan exitosa que la ha replicado en diversos lugares del planeta. El secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, dijo en su visita al país hace un año que los Acuerdos de Paz fueron un legado de El Salvador para el mundo.
Sin embargo, no tardamos mucho en comprobar que el silencio de los fusiles no trajo la paz anhelada. La guerra dejó de ser la dinámica decisoria de la suerte del país para dar paso a la política y los políticos. Para las élites, el cese del conflicto se constituyó en la oportunidad para implementa reformas neoliberales que consolidaron su poder económico. 24 años después, la derecha lee los Acuerdos de Paz como el fin de un período oscuro, sin profundizar en las causas del levantamiento armado. Para el FMLN, la insurrección fue necesaria para lograr cambios largamente postergados. Pero el hecho incuestionable de que los Acuerdos no pacificaron a nuestra sociedad obliga a aceptar que algo faltó o falló en ellos.
Que el país destaque a nivel mundial por su tasa de homicidios no es producto solo de la coyuntura ni de la responsabilidad del Gobierno de turno; obedece a causas estructurales que no han sido enfrentadas. La impunidad de los crímenes de lesa humanidad perpetrados antes y durante el conflicto, preferir el olvido a la verdad, la justicia y la dignificación de las víctimas, no ha permitido cerrar las heridas de la guerra. Además, mientras la mayoría de la población no tenga oportunidad de vivir dignamente y se le excluya de los beneficios del desarrollo, no habrá paz. Ya lo dijo Ban Ki-moon hace un año: “Para consolidar la paz, hay que resolver problemas estructurales como la desigualdad y la exclusión”. La situación crítica que vivimos amerita un esfuerzo tan grande como el que se hizo hace 24 años. Es necesario que todos los sectores unan energías y supediten sus agendas e intereses al logro de la paz. Teniendo clara la lección: si no se tocan las raíces de donde brota la desigualdad y la impunidad, toda acción será estéril.