Este año se celebra el 75.° aniversario del descubrimiento pleno de los campos nazis de concentración y exterminio, poco antes de que finalizara la Segunda Guerra Mundial. El hecho forzó, en buena parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el surgimiento ininterrumpido de los consiguientes pactos, oficinas, acuerdos regionales dedicados a su salvaguarda y protección. Asimismo, se recordarán los 75 años del bombardeo nuclear contra Hiroshima y Nagasaki. Por lejana y ajena que nos pueda parecer aquella política de exterminio sistemático de judíos, gitanos, homosexuales y opositores políticos, o la indiferencia cínica de sacrificar civiles en masa para acelerar la rendición de un país enemigo, debemos aprovechar esos aniversarios para reflexionar seriamente sobre nuestra propia cultura e historia de violencia y brutalidad.
En El Salvador, el respeto a la vida ha sido siempre escaso. Las reivindicaciones indígenas fueron ahogadas en sangre tanto en la época colonial como luego de la independencia. En el siglo XX, las reivindicaciones políticas, especialmente de los campesinos, fueron reprimidas con tremenda brutalidad. Durante la guerra civil, el exterminio de poblaciones rurales, los asesinatos de opositores, la tortura y la violación fueron de una intensidad aun aún no narrada adecuadamente, a pesar de los diferentes y loables esfuerzos por conservar la memoria de lo sucedido. Hoy en día, aunque los homicidios hayan bajado notablemente en el último semestre, aún se mantienen en un nivel epidémico, y se han disparado las desapariciones. Además, la violencia contra las mujeres y la comunidad LGTBI nos dice que la brutalidad continúa siendo una verdadera plaga entre nosotros.
Por otra parte, aunque la importancia de los Acuerdos de Paz es indudable, cabe advertir un cierto cansancio en las celebraciones del aniversario de su firma. De hecho, a lo largo de los años, en dichas celebraciones se ha tendido a resaltar los logros conseguidos, sin reflexionar a fondo sobre las carencias a la hora de enfrentar los temas estructurales que desencadenaron la violencia. La impunidad, la pobreza y la injusticia social continúan generando violencia porque no se trabajaron seriamente después del fin de la guerra. También ha habido demasiado esfuerzo por obtener ventajas políticas a base de exaltar las figuras de los firmantes. Esto último, unido al desprestigio de los dos grandes partidos de la posguerra, ha contribuido a que el aniversario de los Acuerdos de Paz haya pasado casi inadvertido este año.
La reflexión sobre la cultura de la violencia en El Salvador y sus efectos devastadores permanece como exigencia para el desarrollo tanto socioeconómico y político como ético y cultural. Por ello, no debemos entender la Segunda Guerra Mundial y sus brutalidades como si se tratase de una realidad anecdótica, lejana, sin ninguna conexión con nosotros. El asesinato de más de cien niños menores de 12 años en el contexto de la masacre en El Mozote no es diferente de la eliminación sistemática de niños en los campos de concentración. Reflexionar, convertir en cultura nuestra memoria del pasado, resulta indispensable para una cultura de paz. El salvadoreño no es un pueblo violento. La mayoría de nuestros conciudadanos desean enormemente vivir en paz. Y de ahí la importancia de no perder de vista que la memoria del pasado, la institucionalidad puesta al servicio efectivo de la población, la mejora sistemática de las condiciones económicas y sociales, la reflexión y planificación del futuro buscando garantías de no repetición de las crueldades del pasado son factores indispensables para desterrar la cultura de la violencia que nos desangra y separa como pueblo.