La violencia continúa dura. Si bien en el primer semestre de este año ha disminuido ligeramente el número total de homicidios en comparación con el promedio de 2015, han aumentado los feminicidios. Por otro lado, los jóvenes continúan siendo el sector más afectado por la violencia y la muerte. Además, el número de enfrentamientos entre la Policía y pandilleros ha crecido respecto al año pasado. Y en estos choques se ha incrementado el número de pandilleros muertos y ha bajado ligeramente el de los agentes fallecidos. Con el Ejército ha habido menos choques, pero también van al alza. Asimismo, en 2016 ha crecido el número de investigaciones de la Fiscalía contra policías involucrados en enfrentamientos en los que mueren supuestos miembros de pandillas. La preocupación y ocupación de la Fiscalía en estos casos se puede ver como contrapartida del uso excesivo de fuerza por parte de la Policía. Mientras los delitos de extorsión y robo, según cifras oficiales, han caído, las desapariciones de personas despuntan. En esto contrasta el número de denuncias de desaparición registrado por la PNC y la muy pequeña lista de casos de desaparición forzada en los que trabaja la Fiscalía.
Si algo se puede decir con base en las cifras oficiales es que las medidas extraordinarias no han dado resultados de peso ni eficaces. En contraste, según datos de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, se registra un aumento sistemático de denuncias contra la PNC y la Fuerza Armada por violaciones a derechos. En estas denuncias destacan los reclamos por procedimientos que implican maltratos, golpes o amenazas, que juntas se asemejan claramente a la tortura. El panorama, pues, no da pie al optimismo, a pesar de los éxitos proclamados y el descenso de algunos de los números de la violencia. La ciudadanía continúa sintiéndose acosada; demasiada gente expresa que dejaría el país si tuviera oportunidad de hacerlo. Los desplazamientos internos fruto de la violencia son cada vez más notables.
Frente a este ambiente, persiste la cerrazón en buena parte del liderazgo nacional, que solo parece saber de mano dura o de protección privada ante la violencia. Aun con la relativa baja incidencia que pueda tener el necesario aumento al salario mínimo a 300 dólares mensuales, dada la gran cantidad de trabajadores informales, es frustrante la incapacidad de los empresarios de tomarse el asunto en serio. La propia realidad del Estado nos revela a diario una organización profundamente clasista. El Estado protege con una mayor inversión a los sectores sociales que emergen y se sitúan sobre las grandes mayorías empobrecidas, y que olvidan o mantienen en situación de inferioridad económica, social y cultural a la mayor parte del pueblo salvadoreño. En el campo de la justicia, cuando se produce —como en la actualidad— una persecución del delito que involucra a personas económica o políticamente relevantes, todo lo demás queda opacado. Los serios errores en el funcionamiento de la legalidad no tienen cabida en los medios de comunicación cuando afectan a los pobres.
La paz no llegará mientras no haya una universalización de los derechos económicos y sociales básicos. En una sociedad que discrimina entre ricos, clases medias y pobres, y que mantiene desigualdades tan patentes como injustas, la violencia y la corrupción estarán siempre presentes. No hay nada peor para la convivencia ciudadana que la justicia y la institucionalidad funcionen según sea el nivel económico, social o simbólico de las personas. Ante la ley y ante el aparato estatal no debería haber consideraciones de superiores o inferiores. Sin embargo, así es. Si a alguien pudiente se le envía a las celdas de la DAN, se reclama que las mismas son infernales. Pero se olvida que mucho más infernales son las cárceles del sistema penitenciario y las bartolinas de otros cuerpos policiales. Mientras el sufrimiento de los pobres pasa por lo general inadvertido, el de los pudientes siempre encuentra denuncia y eco. Una sociedad más igualitaria, al menos en lo básico, es indispensable para construir la paz. Mientras esto no se logre, todo esfuerzo se perderá en la distinción perversa entre superiores e inferiores con la que las instituciones clasifican de hecho, y en algunos casos legalmente, a los salvadoreños.
Democratizar los derechos a educación, salud, vivienda, pensiones, salario o ingreso decente es el único camino para alcanzar la paz. La mano dura como remedio a la inseguridad y el supuesto goteo del bienestar de los ricos cada vez más ricos hacia los pobres, presentado como camino exclusivo de desarrollo socioeconómico, son parte de la guerra ideológica con la que los poderosos tratan de engañar y mantener silenciados a los débiles. Invertir en la gente, en las grandes mayorías, es la única manera de dejar atrás la violencia.