La posibilidad de que los medios de comunicación sean multados por publicar anuncios que se considere abonan a una campaña electoral sucia ha generado reacciones de rechazo de diversos sectores. En su mayoría, las voces de oposición argumentan que eso atenta contra la libertad de expresión; los juristas consultados para toda ocasión han esgrimido argumentos legales para librar de responsabilidad a los medios por lo que publican. Básicamente, la tesis es que no es a las empresas difusoras a las que se debe multar, sino a los partidos políticos por ser responsables directos de la publicidad que difama y denigra la imagen de los candidatos.
Por supuesto, los partidos y sus organizaciones satélites son los principales responsables de que la ciudadanía se haya acostumbrado a campañas electorales llenas de insultos, ataques personales y mentiras. Ya era hora de que se ejerciera algún control, aunque sea modesto, contra esa forma de hacer política. Sin embargo, no se debe eximir a la ligera la responsabilidad que tienen los medios de comunicación al prestarse, como lo han hecho siempre, a que en El Salvador no caminemos hacia una cultura política que se asiente en el respeto a la diversidad de opiniones, la transparencia y las propuestas fundamentadas.
En este debate, el Tribunal Supremo Electoral se apoya en la recientemente aprobada Ley de Partidos Políticos y en el nuevo Código Electoral, que lo facultan para aplicar este tipo de sanciones. Pero más allá de lo que la ley diga, librar a los medios de comunicación de responsabilidad es lavarles las manos de la doble moral con la que han operado hasta ahora. Los mismos que critican en su sección editorial la campaña sucia son los que aceptan sin reparo la propaganda denigrante. Los mismos que condenan la violencia en su cobertura diaria no ven inconveniente en aceptar publicidad de venta de armas, transmitir películas con alto contenido de violencia en horarios no apropiados o publicar caricaturas en las que se enseña cómo imponerse por la fuerza sobre los adversarios.
Los medios de comunicación son catalogados como uno de los poderes más importantes de la sociedad. Algunos especialistas no solo les atribuyen el tradicional rol de ser generadores de opinión, sino de configurar las conciencias. En este tiempo, sostienen, la conciencia de los niños no solo se forma en la casa o en la escuela, sino en buena parte frente a una pantalla de televisión. Es decir, la responsabilidad de los medios de comunicación en la construcción social es determinante. Y en la historia salvadoreña, se ha querido entender la libertad de expresión como un libertinaje para publicar lo que se quiera, cuando se quiera y como se quiera. En nuestra realidad cotidiana podemos encontrar con facilidad muestras vehementes de los efectos de esa perniciosa forma de operar.
El asunto de fondo es que la principal motivación de buena parte de los medios de comunicación es el afán de lucro. No importa quién anuncie o qué se anuncie, lo importante es que quien paga puede publicar lo que quiera. Decir que los medios de difusión no tienen responsabilidad de lo que se publica en sus espacios es como afirmar que quien presta un arma no tiene responsabilidad por la vida que se destruya con ella; sería equiparable a eximir de responsabilidad a alguien que presta su casa para que otros cometan una fechoría. Como si los que deciden en los medios no tuvieran criterio propio, ni principios, valores o compromiso con el país; como si solo cobran por el espacio sin importar el tipo de mensaje que se comunique.
Por eso es tan necesaria la figura de un defensor de la audiencia y del lector, recomendada por la Relatoría de la Libertad de Expresión de la OEA. A falta de una correcta autorregulación de los medios, o como complemento de esta, es necesario que los públicos de estas empresas tengan alguien que defienda sus intereses frente a los intereses económicos de los propietarios y los intereses electorales de los anunciantes de la propaganda sucia.