Guatemala y Nicaragua cerraron agosto con coyunturas marcadas por una forma de hacer política que no cede terreno a la democratización, la transparencia y la justicia. El Gobierno de Daniel Ortega expulsó a la misión del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En Guatemala, el Ejecutivo anunció la suspensión de la Comisión Internacional Contra la Impunidad (Cicig), con 12 años de labor. Pese a que discursivamente se presentan en las antípodas, los dos Gobiernos están hermanados por sus actos.
Ortega anunció la suspensión de la misión de la ONU dos días después de que esta emitiera un duro informe contra su Gobierno por las violaciones a los derechos humanos y la represión desatadas desde el 18 de abril, día en que inició la movilización social en contra del régimen. La misión había sido invitada por el mismo Ortega, pero al darse cuenta de que el informe confirmaba las denuncias de represión, asesinatos y graves violaciones a los derechos humanos, decidió expulsarla, dejando claro una vez más que lo suyo es una dictadura. Una dictadura que paradójicamente algunos abanderados de causas populares en El Salvador tratan de justificar. Pero lo que sucede en Nicaragua es indefendible. Con su informe, la ONU no hace más que confirmar lo que han denunciado los estudiantes, la Iglesia católica y diversos organismos y sectores nicaragüenses. Al clamor ciudadano, el Gobierno responde con violencia y persecución.
En Guatemala, Jimmy Morales, otro sepulturero de la esperanza de cambio, decidió suspender a la instancia internacional que hizo posible en su país lo que por décadas fue impensable. El trabajo de la Cicig, de la mano del Ministerio Público, destapó graves casos de corrupción pública y de violaciones a derechos humanos. Altos mandos militares, jefes policiales, funcionarios de mediano rango, ministros, un presidente y una vicepresidenta figuran en el listado de los que fueron acusados y condenados. En agosto de 2017, el cómico que devino en presidente intentó declarar persona no grata a Iván Velásquez, jefe de la Cicig, cuando la instancia internacional investigaba a Morales por recibir fondos del crimen organizado para su campaña electoral.
El 31 de agosto pasado, el mandatario anunció la suspensión del organismo y cuatro días después le prohibió a Velásquez entrar al país, argumentando que sus actuaciones afectan “la gobernabilidad, institucionalidad, justicia y paz” de la nación guatemalteca. En la comparecencia pública en la que anunció la suspensión de la Cicig, Morales apareció ante los medios rodeado de una parte de su gabinete, pero lo que resaltó fue el verde olivo de los miembros del Ejército. Así, el presidente actuó como vocero de los militares, otorgándoles un poder y protagonismo impropios.
A lo que sucede en Nicaragua y Guatemala se suma la ilegitimidad del Gobierno hondureño y la lucha del movimiento social del vecino país por recuperar la institucionalidad después del fraude electoral. También se suma la actual coyuntura en El Salvador, en la que los partidos tradicionales se empeñan en convencer a los votantes de que han cambiado, de que no son los mismos corruptos de siempre, mientras cierran los ojos al pasado para perpetuar la impunidad. En la mayor parte de Centroamérica, el avance de la democracia vuelve a estar comprometido.