Luz que ilumina el camino de la vida

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Foto: Dirección de Comunicaciones.

 

Las lecturas elegidas para esta eucaristía son las mismas que corresponden a la misa dedicada a los mártires jesuitas del Paraguay del siglo XVII. Nos ofrecen suficientes elementos para recordar a los ocho mártires de la UCA y reflexionar sobre lo que su muerte nos continúa diciendo en la actualidad. La primer lectura nos habla de ser luz para los demás y la segunda, del odio que la luz despierta en quienes tienen propósitos oscuros. Comenzamos con lo que hemos escuchado en el Evangelio de Juan. Decía, entre otras cosas: “Si el mundo los odia, sepan que primero me odió a mí… [y que] llegará un tiempo en que el que los mate pensará que está dando culto a Dios”. Hablaba el evangelista del odio como “aversión hacia alguien cuyo mal se desea”. Y ya sabemos hacia dónde y hacia qué resultados llevó el odio en nuestra guerra civil, y no solo con el asesinato colectivo en la UCA. Las masacres, el abuso y el maltrato a los débiles, la tortura y la muerte fueron numerosas y constantes durante once años. Pero ese odio anémico y estéril nunca da a quienes lo practican el resultado que ellos esperan. Creer que causando dolor o muerte se puede arreglar el pasado, el presente o el futuro, no es más que un pensamiento mágico e irracional, que nos distrae siempre de planificar el futuro desde la solidaridad y el respeto a la dignidad humana. El odio nunca entraña soluciones permanentes. En la tradición cristiana se solía decir que la sangre de los mártires era como una semilla de vida. Incluso uno de los paganos indiferentes de su tiempo, asesinado posteriormente por su fe cristiana, solía decir que se había convertido al cristianismo al ver cómo los cristianos caminaban valientemente a la muerte sin traicionar su fe. El odio, estéril para quienes lo practican, al cebarse en el sacrificio martirial de la gente buena, se convierte en semilla de futuro para quienes resisten en el deseo de un mundo más humano y más fraterno.

Hoy, cuando el odio, que nunca dejó de existir en nuestro país tras la guerra, vuelve a crecer, el miedo no debe hacer presa de nosotros. El poder tiende con demasiada frecuencia a odiar la verdad que le perjudica y a montar narrativas y discursos que la sustituyan. Presenta acciones y promesas en las que lo falso se entremezcla con la verdad, con el fin de confundir a muchos y entusiasmar a sus adeptos. Pero, como decían los santos de antaño, la verdad está desnuda, como desnudo estaba Jesús en la cruz, solamente revestido de su amor y su entrega a todos. No hay, en ese sentido, sustituto adecuado para la verdad de la entrega y el servicio. Resistir en la verdad, en el pensamiento racional, en la defensa de los pobres y de sus derechos, siempre será el camino estrecho que acerca a la verdad y hace presente el Reinado de Dios en la tierra. En el Salvador, afortunadamente, tenemos un pueblo creyente, esperanzado y resiliente, que ha superado enormes pruebas a lo largo de su historia, algunas de ellas bastante peores que las del presente. Un pueblo que mantiene la memoria del pasado como fuente de identidad. Frente a las tendencias autoritarias que tratan de presentarse como una absoluta novedad, parcialmente endiosada, impidiendo que el pasado doloroso arroje luz sobre el futuro, nuestra gente quiere justicia y fraternidad, con líderes humildes que sepan aceptar sus errores y mantener el diálogo con todos. No en vano nos consideramos todos hijos e hijas de San Romero de América.

Quienes odian vagan en la oscuridad, aunque pretendan, como diría san Ignacio, y por cierto también el Quijote, presentar sus obras o sus liderazgos con la apariencia y el disfraz de ángeles de luz. Y aunque confundan a muchos, en el mediano y largo plazo se tendrán que confrontar con un pueblo que desea paz con justicia y que valora la dignidad humana desde la concepción cristiana de la fraternidad universal. La UCA, como universidad de inspiración cristiana, trata de caminar con este pueblo. Y trata con él de acercar a nuestra historia el Reino de Dios, de impulsar el bien más universal, construyendo el bien local como semilla de universalidad y esperanza para toda la humanidad. Así vimos el mismo día que mataron a los mártires de la Universidad. Un asesinato local se convertía en fuerza mundial de solidaridad, en apoyo a la paz en El Salvador, en defensa de los derechos humanos y en condena del militarismo y la fuerza bruta. En la misa que ese mismo día, ya en la noche, celebramos los jesuitas en su recuerdo, en el salmo responsorial se repetía tras cada estrofa la siguiente frase: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Y era cierto, desde muchas partes del mundo se veía su muerte como una victoria sobre el odio, y como un triunfo del bien y del amor. Vivir sin miedo, sin que el odio ajeno sea un obstáculo para nuestro ideales, es la primera lección de la Palabra.

En la carta de Pablo a los filipenses, que acabamos de escuchar, se nos dice que aquellos que siguen el camino del Señor Jesús “brillan como estrellas en el mundo, mostrando el mensaje de la vida”. Ni el odio ni la mentira pueden apagar la luz de las personas buenas. Gandhi. Mandela, Martin Luther King, Romero, Elba y Celina junto con los jesuitas, y tantos otros, conocidos o desconocidos, estuvieron presos o fueron asesinados. Quienes los encarcelaron o los mataron trataban de apagar una luz que hablaba de la igual dignidad de las personas, de la paz, de la justicia y de la convivencia fraterna. Pero la muerte no apagó su resplandor. Al contrario, el brillo aumentó con la persecución y con el sacrificio de la propia vida. Santo Tomás, un clásico del pensamiento cristiano, decía que el martirio, “entre todos los actos virtuosos, es el que mejor demuestra la perfección del amor”. Y ese amor que es luz verdadera, como dice la carta de Pedro, “cubre la multitud de los pecados”. Incluso quienes disfrutaron un día con el odio, si saben escuchar a su conciencia, descubren en las víctimas el paso de Jesús por nuestra historia.

Treinta y tres años después del sacrificio de nuestros compañeros, a nosotros nos toca continuar en esa tarea de mostrar el camino de la vida. Es tarea permanente para toda persona de buena voluntad. Pero en la UCA es parte, además, de la propia identidad universitaria, forjada en la palabra beligerante de nuestro hermanos, en su trabajo por la paz y en su sangre derramada. Nos toca ahora a nosotros defender los derechos humanos en su totalidad y universalidad, frente a un Gobierno que se ampara en los derechos de las víctimas para negar derechos básicos a inocentes y a culpables. Y que interpreta los derechos de las víctimas como una especie de acceso libre a la venganza masiva e indiscriminada, ejecutada desde el poder. Nos corresponde apoyar una vez más a las madres de los desaparecidos y defender el Estado de derecho, junto con la libertad, la crítica y el diálogo. Estar al lado de las causas de los pobres y de los débiles es tarea permanente de una universidad que tiene su centro fuera de sí misma, en la realidad nacional, y que ve con dolor las amplias capas de sufrimiento en el país. “Bajar de sus cruces a los crucificados” de hoy, como decía Ignacio Ellacuría, es la única manera de impedir que “el monopolio de la fuerza se convierta en monopolio de la verdad”. Permanecer firmes, resistentes y resilientes en la verdad y la justicia, es la actitud indispensable para iluminar la realidad.

Si queremos ser luz, el recuerdo y la memoria se vuelven indispensables para imitar y seguir las huellas de quienes nos precedieron como testigos insignes en la fe y en el amor. En medio de un capitalismo seductor que persigue la felicidad individual en base a la tenencia de bienes materiales, que otorga erotismo a la mercancía y que convierte el consumo en un acto de placer, nos corresponde, desde el recuerdo de nuestros mártires, volver los ojos hacia los que han sido despojados de sus derechos e impedidos en el desarrollo de sus capacidades. Si como universidad funcionamos con bienes creados socialmente, y trabajamos, como decía el rector mártir, con instrumentos que “son de índole colectiva y de implicaciones estructurales”, como “la ciencia, la técnica, la profesionalización, y la composición misma de la universidad”, no nos queda más remedio que mirar la problemática social y estructural de nuestros países. Usar bienes construidos colectivamente para provecho exclusivo de individualidades o grupos de poder no solo es traicionar el espíritu y la esencia universitaria, sino venderse, también como falsos ángeles de luz, a la dinámica de la oscuridad y finalmente del odio. El bien más universal es hoy el bien más estructural, como también dijo en su momento Ignacio Ellacuría. Y los bienes estructurales solo se logran desde el esfuerzo común compartido, desde la multiplicación de contactos, diálogo y cooperación entre comunidades de solidaridad. Somos parte de una misma humanidad y pertenecemos a una tradición tan servidora y amorosa como liberadora.

Podemos como Pablo considerar basura nuestros títulos y dignidades si los comparamos con esa opción cristiana fundamental de construir nuestra propia humanidad entregándonos a la construcción de un mundo más humano. Somos y debemos convertirnos cada vez más en una verdadera comunidad de solidaridad. Solidarios entre nosotros y solidarios con el mundo de quienes tienen hambre y sed de justicia, nos corresponde elaborar universitariamente proyectos de realización común que lleven a un nuevo tipo de civilización. A esa civilización de la pobreza, basada en el trabajo y la solidaridad, de la que hablaban nuestros mártires. Una civilización opuesta a la civilización del capital, que prioriza la acumulación de la riqueza como motor de la historia y del desarrollo. Una civilización abierta y afincada en el trabajo humanizante y humanizador, creador de riqueza y camino de autorrealización personal, de satisfacción de necesidades y de desarrollo social. Construir una sociedad diferente y aportar a la construcción de un mundo distinto es una exigencia indispensable a la hora de honrar a nuestros hermanos. Y es sobre todo, segunda lección de la Palabra, la respuesta a la inspiración cristiana universitaria que nos llama a ser luz que ilumina el camino de la vida.

En la eucaristía de este día 16 solemos presentar como ofrenda los esfuerzos universitarios. Desde los más sencillos a los más elaborados. La memoria de nuestros mártires se une sobre el altar a la memoria del Señor Jesús, luz y camino, verdad y vida. También sobre el altar están los alimentos sencillos de pan y vino. Que todo ello, símbolo de la entrega del Señor Jesús, que nos da su cuerpo y su espíritu como fortaleza y guía, nos conduzca a la perseverancia en esa tarea de superar el odio desde la inspiración cristiana y contribuir a la paz con justicia en El Salvador. La luz martirial de nuestros compañeros, unida a todos los mártires de El Salvador y al fuego de su espíritu, permanece viva entre nosotros generando esperanza. Que así sea.

 

Antiguo Cuscatlán, 16 de noviembre de 2022.

 

* Homilía de la misa de la comunidad universitaria en el XXXIII aniversario de los mártires de la UCA.

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