Por lo general, la afirmación de que “siempre han existido ricos y pobres” busca naturalizar la desigualdad social. La pobreza, no obstante, tiene que ver con el fracaso de la sociedad, con la injusta organización de la economía para beneficio de élites en desmedro de la mayoría de la población. El Salvador se ha caracterizado por ese fracaso social y esa injusticia económica, y sigue profundizándolos. Datos preliminares de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples, publicados el mes pasado, revelan que el país acumuló el año pasado 55,097 nuevos pobres. Así, las cifras oficiales indican que casi dos millones de salvadoreños (1,923,303) viven en la pobreza, la cifra más alta desde 2018.
En porcentajes, 30 de cada 100 compatriotas viven en condiciones materiales precarias. En los últimos cinco años, la pobreza y los pobres han aumentado. Entre 2019 y 2023, el porcentaje de personas viviendo en pobreza subió 4.4 puntos porcentuales, pasando de 22.8% a 27.2%. La Encuesta detalla que de esos 1.9 millones, 1.3 millones viven en pobreza relativa (21.1% de la población total) y casi 600 mil en pobreza extrema (9.3%). Según la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos, la instancia del Banco Central de Reserva que elabora la Encuesta, la pobreza extrema la padecen los hogares que no alcanzan a cubrir el costo de la canasta básica alimentaria, mientras que la pobreza relativa la sufren los hogares que no tienen lo suficiente para comprar una canasta básica ampliada, equivalente a dos canastas básicas alimentarias.
Este panorama se agrava cuando se considera que en nuestro caso la canasta básica alimentaria urbana tiene solo 22 productos, mientras que en Costa Rica, 61; y en Honduras, 30. Los números, pues, reflejan la aguda crisis de la economía familiar salvadoreña. Mientras los salarios se mantienen estáticos, el costo de la vida ha emprendido un vuelo que no parece tener retorno. Entre 2019 y 2023, el costo de la canasta básica alimentaria se elevó 47.52 dólares en la zona rural y 59.67 dólares en la urbana. Los factores que explican que cada vez haya más salvadoreños pobres son el encarecimiento de la canasta básica, el estancamiento de los salarios y la falta de fuentes de empleo. Detrás de la frialdad de los números hay rostros de personas, familias que cada día tiene más dificultades para salir adelante y que —como muestran las encuestas del Iudop— han cambiado su dieta alimenticia, o disminuido las cantidades de alimentos que comen, o reducido los tiempos de comida porque sus ingresos no alcanzan.
Este problema, sentido por casi una tercera parte de la población, no está en el centro de la agenda pública ni en la lista de cuestiones a atender por quienes dirigen el país. De nada sirve mejorar la imagen de las ciudades, edificar construcciones faraónicas, alardear de la seguridad cuando se descuida la vida y la dignidad de las personas. De la imagen y de los discursos no se come. Y para quienes detentan el poder, los empobrecidos son una molestia. Se les desaloja porque afean el paisaje, ya sea en San Salvador o en la Costa del Sol. El griego Plutarco decía que “el desequilibrio entre los ricos y los pobres es la más antigua y la más fatal de las enfermedades de las repúblicas”. El Salvador está enfermo e irá a peor si sigue permitiendo que la pobreza se extienda mientras oculta y persigue a quienes la sufren.