El martes de esta semana, cuando se celebraba por adelantado en la embajada de Estados Unidos el 4 de julio, la magistrada Fortín, de la Corte Suprema de Justicia, se abrazó a la embajadora y le soltó la frase que titula este editorial: "Usted nos puede ayudar". Es evidente que todos en el mundo nos podemos ayudar unos a otros. Pero en medio de esta crisis que enfrenta a diversos magistrados entre sí, y a la parte más honesta de la Corte con la Asamblea Legislativa, recurrir a una funcionaria diplomática estadounidense demuestra un tipo de pensamiento demasiado extendido en la clase política salvadoreña, incluida la magistrada mencionada.
Es lógico que un país pequeño como el nuestro, y que tiene unas relaciones económicas y sociales tan estrechas con EE. UU., desee llevarse políticamente bien con el casi vecino del Norte. Pero acudir a los gringos con la intención de que sienten dictamen definitivo sobre qué se debe o no hacer en El Salvador, ni a nosotros nos conviene ni a ellos les interesa. El tiempo de los estados asociados pasó hace mucho. Más allá de eso, lo que trasluce este tipo de peticiones de ayuda es que al final se buscan soluciones de fuerza. Probablemente, la magistrada, como un buen número de salvadoreños, no cree en la desprestigiada Corte Centroamericana de Justicia. Cree más, por supuesto, en la capacidad de presión estadounidense. Sin embargo, recurrir a que nos presionen no es solución para nuestros conflictos. La única opción es enfrentar nuestros problemas, sin huidas hacia fuera, dialogando y aceptando los modos de funcionar estatuidos, sin pretender imponer algo por la fuerza unos sobre otros.
Es muy probable que si Estados Unidos dijera que no habrá Fomilenio II mientras no se dé un arreglo pacífico entre la Asamblea y la Sala de lo Constitucional, la solución del problema estaría más cerca que con esa ilegal y torpe apelación asamblearia a la Corte Centroamericana de Justicia. Pero esa intervención sería nefasta para El Salvador. Como sigue siendo nefasto ese empeño terco y cerril de la Asamblea Legislativa de humillar a la Sala de lo Constitucional a costa de violar la propia Constitución. Es curioso que siendo la Sala la que tiene que determinar qué es constitucional o no, tanto la Asamblea como la Presidencia de la República se den el lujo de andar repitiendo en los periódicos qué lo es y qué no. Al final, ese tipo de declaraciones no es más que la cara visible de dos poderes en teoría controlados por la Constitución que no quieren ser controlados por nada ni por nadie. El modo tramposo de alimentar lo que la gente llamaba "la partida secreta" de la Presidencia fue una violación constitucional iniciada en El Salvador por el partido Arena, pero aceptada gustosamente por el Gobierno actual. Se obedeció a regañadientes una sentencia constitucional recta de la actual Sala, y al mismo tiempo se comenzaron a agriar las relaciones con el Presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Los problemas salvadoreños tienen que ser resueltos en y desde El Salvador. Sin cortes regionales excesivamente controladas por las políticas dominantes y sin acudir lloriqueando a papá Estados Unidos para que nos solucione los líos. Los veinte años de Arena acostumbraron a los políticos a tener presidentes de la Corte Suprema más dedicados a apoyar al Ejecutivo que a hacer justicia. Hoy, que al fin tenemos uno digno e independiente, al FMLN parece haberle dado por añorar demasiado la nefasta costumbre arenera. Y por eso ha puesto al frente del Judicial al pobre Ovidio Bonilla, que ya se siente presidente de El Salvador, como asombrosamente dijo antes de entrar el 1 de julio al edificio de la Corte. Pero que se sienta jefe de Estado o no, no le crea problemas a nadie. Los políticos saben de sobra que este pobre hombre entra amarrado, y con el triste precedente de que si trata de controlar constitucionalmente al Legislativo o al Ejecutivo, lo pueden sustituir inconstitucionalmente quienes tienen la sartén por el mango. Las soluciones de fuerza solo sirven para mantenernos en el subdesarrollo, tanto económico y social como cultural y ético. Dialogar es el camino. Aceptar controles constitucionales es el mejor modo de permanecer fieles a la democracia que decimos profesar y defender.