La cantidad y la variedad de las promesas electorales son un derroche de creatividad. El ansia de poder hace que los candidatos confundan las competencias del gobierno municipal con las del central y prometan obras que no están a su alcance. A menudo obvian la solución de problemas evidentes y urgentes para ofrecer proyectos más vistosos. La confusión es todavía mayor en las candidaturas legislativas, que ofrecen leyes que no dependen de su voluntad política, sino de la del partido, que tiene su propia agenda. Además, la aprobación requiere de una mayoría legislativa. Ninguno de los muchos candidatos indica el costo de sus promesas ni la fuente de financiamiento. Ni siquiera los empresarios, que de esto saben bastante, aclaran de dónde van a obtener el dinero para invertir más en educación, salud y seguridad.
Aun así, lo más sorprendente de la lluvia de promesas es que nadie habla de la crisis financiera del Estado. Los discursos silencian el vencimiento próximo de bonos por más de dos mil millones de dólares, la provisionalidad de la última reforma de las pensiones, la necesidad de modificar el IVA y la posibilidad real de caer en mora con los acreedores internacionales. Todas estas son cargas muy pesadas a las que ningún candidato ni ningún partido hacen referencia. Es difícil pensar que las ignoran. Por tanto, si callan, es por una mezcla de oportunismo e irresponsabilidad. Probablemente no tienen ni la más remota idea de cómo sanear las finanzas públicas. Tampoco se han puesto a pensar en ello. Quizás porque confían que, de alguna manera, el dinero para cumplir con las obligaciones financieras aparecerá. Sea lo que sea, las promesas electorales son presuntuosas. En cualquier caso, las medidas que propongan serán provisionales, debido a la incapacidad demostrada para formular y aprobar políticas de Estado.
El gran desafío del Gobierno y de los partidos políticos consiste en detener el endeudamiento sistemático. Los salarios del sector público representan la tercera parte del endeudamiento anual; es decir, el Gobierno presta para pagar salarios. El país gasta 1.4% más de su producto interno bruto en salarios del sector público que países con un nivel de desarrollo similar, sin que la población reciba mejores servicios. La cuestión es cómo detener el endeudamiento al mismo tiempo que el Estado presta mejores servicios de educación, salud y seguridad, para mencionar solo los más importantes. Cómo cambiar la manera de hacer política sin aumentar la recaudación. Cómo racionalizar el gasto público cuando la corrupción es aceptada ampliamente, y no solo en el sector público.
Las soluciones de los partidos son vagas, simplistas y contradictorias. Ninguno dispone de un plan ni mucho menos establece metas. Arena exige revisar y fiscalizar el gasto, y eliminar plazas, pero esto último significa menos servicios, en un sistema público claramente deficiente. Esa solución no deja de ser descarada, pues Arena despilfarró de manera desmedida el dinero público durante dos décadas, lo cual dio origen, en gran medida, a la enorme deuda pública actual. El FMLN plantea aumentar la recaudación, reduciendo la evasión, la elusión y eventualmente aumentando los impuestos, algo que no ha hecho en una década. Paradójicamente, todos prometen obras que exigen mayor inversión y más salarios. Incomprensiblemente, casi todos ellos aprobaron una pensión mensual de 300 dólares, más otras prestaciones monetarias, a los veteranos de guerra.
Cómo se puede votar racional y éticamente a partir de promesas desfinanciadas y de plataformas legislativas que obvian un elemento fundamental de la crisis nacional. Votar a ciegas es irresponsable como también lo es prometer lo que de antemano se sabe no se cumplirá. El voto contribuye a construir la democracia, pero no es suficiente. Democracia es también la redistribución de la riqueza nacional, por medio de la carga impositiva, para financiar la cobertura universal y la calidad de los servicios públicos. Democracia es intolerancia con la corrupción del sector público y también del sector privado, que se oculta tras fachadas de dignidad ofendida. Pero de estas otras dimensiones de la democracia no hablan las voces que insistentemente llaman a votar. No es el elector que se abstiene o anula el voto el que traiciona la democracia. La traicionan aquellos que toleran la acumulación obscena de la riqueza y los que toleran y se enriquecen con la corrupción.
El pánico parece haberse apoderado de los representantes del orden establecido y de sus intelectuales, cuyos voceros llaman repetidamente a votar y a no anular el voto. Votar en las condiciones actuales es corroborar un sistema muy poco democrático, construido sobre la desigualdad estructural y la corrupción, y que no está dispuesto a cambiar.