Visto El Salvador como un edificio de varias plantas, hay asuntos que son esenciales para una convivencia digna y armónica en su interior. Pero existe un serio problema cuando la gente que ocupa el primer piso o está en la calle piensa que esos son temas que no tienen nada que ver con su existencia y, por tanto, deja el asunto en manos de los que viven en la suite principal y en las plantas superiores. Eso pasa muchas veces cuando se trata de asignar cargos estatales, entre los cuales se encuentra uno muy importante: el de Fiscal General de la República.
Cuando cada trienio se discute, como en estos días, quién debe dirigir la Fiscalía durante al menos tres años —que es lo que dura el período normal de su titular—, no es raro escuchar, a nuestro alrededor o en los comentarios del público en los medios, expresiones como las siguientes: "es un asunto de abogados", "a mí no me da de comer el Fiscal", "de todas maneras, de nada sirve, pues no cambia nada", "eso es pura política y la política es sucia"...
En buena medida, esa comprensible apatía social permite que los partidos en la Asamblea Legislativa, y los grupos de poder que están detrás, coloquen a quien más les convenga para proteger sus privilegios y mantener vigente la falta de castigo para los responsables de delitos graves cometidos antes, durante y después de la guerra. Por eso, el peso de la Fiscalía ha sido enorme y determinante para que se haya extendido y permanezca el mal común en el país. Tras los combates, fue sometida a un proceso de reformas; sin embargo, de entonces a la fecha, la constante más evidente de su desempeño ha sido esa lógica perversa y no el cumplimiento de su misión.
Más allá de algunas acciones impulsadas por ciertos grupos de diverso tipo, ¿qué nos permite hablar de una comprensible apatía en la sociedad? Al menos, dos razones. La mayor parte de las personas no tiene la menor idea sobre las funciones de la entidad, es una. La otra: aun sabiendo cuáles son sus obligaciones constitucionales y legales, su actuar no inspira confianza; por el contrario, más bien desalienta la denuncia ciudadana. Dicho en pocas palabras: o no se sabe para qué sirve o se sabe que no sirve. Por ello, es importante no pecar de ignorancia y conocer bien qué es la Fiscalía, cuáles son sus alcances y limitaciones, cómo ha funcionado hasta ahora y, sobre todo, qué influencia positiva o negativa puede tener en la vida cotidiana de gente de a pie dependiendo de quién la conduzca y con cuántos recursos cuente.
Como parte del Ministerio Público junto con las dos procuradurías, tanto la General de la República como la creada en 1992 para proteger los derechos humanos, la Fiscalía debe cumplir con independencia sus obligaciones. De las mismas, destacan estas: defender los intereses estatales y de la sociedad; garantizar el respeto de la ley, iniciando la acción de la justicia cuando es violada por quien sea; dirigir la investigación del delito con la colaboración policial, sin salirse del marco legal; impulsar la acción penal por iniciativa propia o cuando las víctimas lo pidan; representar al Estado en cualquier juicio y cuando compre determinados bienes; y garantizar que cuando el Estado dé su consentimiento a otro ente para el manejo de algo (el puerto de Cutuco, por ejemplo), se cumplan todos los requisitos y fines de dicha concesión.
Además, la Fiscalía debe defender el tesoro público y los recursos naturales, el patrimonio cultural y todos los bienes estatales; también, intervenir para que funcionarios y empleados públicos o municipales respondan civil, penal o administrativamente cuando, y ante quien deban, hacerlo, sin distinción alguna. Para ejercer esas y el resto de las funciones de la institución a su cargo, el Fiscal General posee un inmenso poder que en otros países de la región —como Guatemala y Costa Rica— ha servido para arrestar y procesar a expresidentes. Acá, eso nunca ha ocurrido. Sin embargo, de ser elegida una persona que, además de los requisitos constitucionales establecidos (salvadoreño, seglar, mayor de treinta y cinco años, profesional del derecho, de moralidad y competencia notorias...), tenga independencia y valentía para cumplir su misión constitucional, las cosas podrían comenzar a cambiar en el país. Por temor a eso, a la fecha cada partido y sus respectivos dueños pujan por nombrar a quien mejor defienda sus intereses.
A final de cuentas, tras semanas y hasta meses de discusiones y negociaciones secretas en medio de los torcidos pasillos legislativos y de Casa Presidencial, terminan colocando en el cargo a quien no afecte a los grupos de poder, aunque empeore la ya deteriorada calidad de vida de las mayorías populares; aunque machuque más su fe en la ley, su confianza en las instituciones responsables del respeto de la misma y su esperanza en un cambio real para mejorar.
Y si eligieran a alguien distinto, ¿qué pasaría? Más allá de las promesas iniciales que siempre da el seleccionado, se estaría ante la posibilidad cierta de que las víctimas de antes, durante y después de la guerra pudieran ver realizados sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación, como lo está haciendo actualmente Claudia Paz en la vecina Guatemala. Porque el artículo 18 de la Ley Orgánica de la Fiscalía salvadoreña, en su literal g, manda a la institución y a su titular representar a todas las víctimas para garantizar sus derechos. De ocurrir eso, además, se estaría enviando un claro mensaje a los criminales comunes y a los de altos vuelos: se acabó; no más impunidad.
También podría investigar, procesar y condenar a corruptos que manosean las licitaciones, roban a manos llenas en las arcas estatales o eluden y evaden el pago de enormes sumas de dinero que deberían ingresar en forma de impuestos a la hacienda pública. Con un buen Fiscal General, ese saqueo debería comenzar a frenarse. Además, los dineros apropiados indebidamente podrían regresar a su legítimo dueño: el pueblo. Y eso se traduciría, con un buen Gobierno central, en educación de calidad y servicios de salud incluyentes, eficientes y suficientes, así como en mejores condiciones para la generación de empleos decentes.
Se comenzaría a garantizar, asimismo, la seguridad ciudadana. No sobre la base de treguas entre agrupaciones delincuenciales, sino a partir de una inteligente investigación y una valiente represión a las cabezas del crimen organizado. Esas tareas esenciales de la Fiscalía se tendrían que coordinar y complementar con las entidades encargadas de la prevención oportuna de la delincuencia, la rehabilitación cierta de las personas privadas de libertad y su estable inserción o reinserción a la vida productiva. Así, la población más vulnerable comenzaría a sentirse aliviada por la baja de las extorsiones, los robos y demás delitos que al día de hoy incrementan sus angustias y sufrimientos.
¿A quién prefiere, pues, al frente de la Fiscalía General? ¿A alguien que responda al clamor de las mayorías populares o a una persona comprometida con ciertos grupos, minoritarios pero muy poderosos? Si es lo segundo, siga sin interesarse en este asunto. Pero si es lo primero, coméntelo con su familia y sus vecinos, en su trabajo, exija que se discuta dentro de su iglesia... En fin, hágalo con quien pueda dentro de este pueblo que continúa sufriendo por las muerte lentas y violentas que lo mantienen crucificado; júntense con la gente que está igual o peor para lograr —con pasión, organización y acción— que ya no le sigan arruinando la vida desde los pisos superiores de este edificio que habitamos, llamado El Salvador.