28 de febrero de 1977: recordando una masacre

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Febrero de 1977. En la plaza Libertad, en el centro de San Salvador, miles de activistas y partidarios de la Unión Nacional Opositora (UNO) se concentran para denunciar el fraude en las elecciones presidenciales que se desarrollaron el 20 de aquel mes. En las primeras horas del 28, los cuerpos de seguridad cercan la plaza. No pretenden dispersar la manifestación, sino encerrarla. En las fotografías aparecen los dirigentes de la Unión dando indicaciones a sus correligionarios. También le piden a policías y militares no masacrar a la multitud; sin embargo, los disparos se dirigen contra los manifestantes. Entre gritos y desesperación la gente corre sin dirección segura. Algunos se resguardan en la iglesia El Rosario. Adentro del recinto religioso hay abundante gas lacrimógeno. Los muertos se comienzan a multiplicar, y también las personas heridas y las desaparecidas.

Todo apuntaba a que aquel 20 de febrero el régimen militar no iba a permitir que la oposición ganara las elecciones. El fraude comenzó a organizarse desde meses antes. El presidente de la República, coronel Arturo Armando Molina, presentó como ganador al general Carlos Humberto Romero desde octubre de 1976. “Seguros de la victoria. Seguros, definitivamente seguros, del triunfo”, se dijo en el acto de proclamación del general Romero. Aquella designación no solo era producto de las pasiones políticas del momento, sino una realidad incuestionable. Molina sabía muy bien de fraudes, pues él mismo había llegado a la presidencia en 1972 luego de unas elecciones amañadas en contra de la UNO. El oficialista Partido de Conciliación Nacional (PCN) controlaba todas las instituciones del Estado. El organismo encargado de desarrollar las elecciones tenía el mandato de declarar ganador al general Romero por encima de cualquier circunstancia.

Después de consolidar el fraude y proclamar como vencedor a Romero, el coronel Molina decretó el estado de sitio y advirtió que aplicaría la ley de forma implacable. Molina aseguraba que él “defendía la democracia y la Constitución” y que era “momento de aceptar la voluntad soberana de las mayorías”. La suspensión de las garantías constitucionales se prorrogó. En la revista ECA se advirtió que “desde 1944 el país no había pasado por tanto tiempo en esa situación” y que dichos “mecanismos de emergencia se deben emplear excepcionalmente”. Desde entonces, el estado de sitio se convirtió en una práctica de represión estatal que se extendió durante los siguientes años.

El saldo de la masacre del 28 de febrero fue de entre 100 y 300 muertos. Esas fueron las estimaciones de la Latin American Bureau (LAB) y de la Organización de los Estados Americanos (OEA); sin embargo, el Gobierno de Molina negó todo. Las autoridades salvadoreñas admitieron que aquel día murió una persona y que todo se debió a que la multitud le había intentado arrebatar las armas a los cuerpos de seguridad. Y sostuvieron, además, que las denuncias de violaciones a derechos humanos eran “exageradas”. Ante los medios de comunicación, el propio coronel Molina afirmó que “durante el operativo de desalojo de la plaza Libertad, no hubo muertos y tampoco heridos de bala”. Se pasó así del fraude a la masacre, y de la masacre a la mentira, sostenida con datos falsos y sin garantías de investigación.

Pese a los datos oficiales, testigos y víctimas ofrecieron otras versiones de lo ocurrido. En The Washington Post una periodista reportó que, luego de escuchar gritos y tiroteos, encontró “la plaza cubierta de sangre”, y que horas después observó que se había lavado toda la plaza “como si nada en absoluto hubiera pasado”. Un testigo directo de los hechos afirmó que el resultado del cerco de los cuerpos de seguridad fue el de decenas de personas heridas y fallecidas. También relató que se resguardó en la iglesia El Rosario y que quienes estaban adentro del recinto pedían la intervención de embajadas y cuerpos de socorro, pero que las peticiones eran denegadas. Asimismo, sostuvo que pudo salir del templo y que un socorrista comentó que en algunos lugares de San Salvador los manifestantes fueron golpeados por policías y que otros fueron ejecutados.

Nunca hubo una investigación oficial y seria por parte de las autoridades salvadoreñas de lo ocurrido el 28 de febrero. Tampoco hubo deducción de responsabilidades y, por tanto, no hubo ni ha habido justicia. Por encima de lo anterior, también se implementó una política de perdón y olvido sobre esta y otras masacres, la cual continúa vigente, ahora adornada con homenajes propagandísticos que lo que menos pretenden es resarcir verdaderamente los derechos de las víctimas. El espectáculo pretende anular los problemas estructurales. A pesar de la derogatoria de la ley de amnistía, la pronta y cumplida justicia en casos de graves violaciones a derechos humanos cometidos antes y durante el conflicto armado sigue siendo una deuda pendiente. Lo anterior constituye una amnistía de facto que se sostiene con el silencio, la amnesia y la omisión de investigación histórica y judicial.

Datos aún conservadores revelan que entre 1974 y 1991 se cometieron más de 200 masacres en contra de la población civil por parte de los cuerpos de seguridad del Estado y los escuadrones de la muerte. Miles de víctimas de estos hechos aún continúan en espera de una justicia transicional que ha sido postergada por décadas. Las víctimas están inevitablemente ligadas a ese pasado. Los verdugos, por el contrario, tienen la posibilidad de olvidar para evadir sus culpas. Los responsables intelectuales y materiales de todas las masacres, cometidas por todos los grupos armados del pasado conflicto, siguen amparados en la impunidad histórica. El Estado sigue siendo responsable de estos crímenes de lesa humanidad y debe resarcir a las víctimas sus derechos vulnerados.

Este 2023 se cumple casi medio siglo de la masacre del 28 de febrero de 1977. Por encima de la impunidad conviene traer al presente el recuerdo; el recuerdo como espacio de reflexión sobre el pasado. Parafraseando al historiador Marc Bloch, no podemos seguir ignorando, ocultando u olvidando este pasado porque se nos hará más difícil comprender el presente. Comprender la historia del tiempo presente también es parte de esa conexión con el pasado. La superación del perdón y del olvido dominante permitiría abrir una puerta para una verdadera reconciliación social.

 

* Óscar Meléndez Ramírez, investigador y jefe de Acervos Históricos de la Biblioteca “P. Florentino Idoate, S.J.”.

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