La Iglesia católica está conmemorando los 25 años de la muerte de monseñor Rivera, un sacerdote y obispo ejemplar que merece ser recordado como estímulo para todos los que nos consideramos cristianos. En El Salvador no se ha cultivado adecuadamente la memoria de quienes marcaron rumbos interesantes para la historia nacional. Al contrario, muchos de los recuerdos de supuestos o reales prohombres o mujeres han venido filtrados por intereses políticos o económicos, y no estrictamente por sus valores morales o capacidad crítica. Así se entiende, por ejemplo, que José Simeón Cañas sea un desconocido, a pesar de su programático discurso contra la esclavitud en la Asamblea Constituyente de Centroamérica en 1823. Así también se entiende que haya quedado relativamente olvidado en nuestra historia monseñor Rivera, que exigía que la guerra fuera terminada a través del diálogo y la negociación frente a la mayoría de los que deseaban la victoria militar de su bando. Preferimos recordar a personajes que difícilmente nos enseñan a tener una real reciedumbre ética frente a los problemas de este país nuestro, tan maltratado por intereses de diverso tipo. Solamente Mons. Romero —en buena parte gracias a los esfuerzos de Mons. Rivera— se salvó de esa tendencia a olvidar a aquellas personas que nos pueden ayudar a pensar el país y a nosotros mismos.
Monseñor Rivera unió con una gran coherencia su sólida vida espiritual y religiosa con un compromiso social y humano de muy alto nivel. Lo demuestra su defensa de los derechos humanos en el difícil tiempo de la guerra, su atención a los problemas de injusticia estructural, su protección sistemática a desplazados por el conflicto y la enorme suma de proyectos de apoyo al desarrollo económico y social de los empobrecidos. Durante largos años, diferentes espacios parroquiales fueron habilitados como refugios urbanos para campesinos que huían de la represión en zonas de combate. Durante la ofensiva de 1989, abrió los colegios católicos como refugios para los desplazados de los barrios periféricos en los que la ofensiva y el enfrentamiento destruían todo lo que encontraban por delante. E incluso exigió al presidente Cristiani que ningún soldado se acercara o entrara a esos recintos de refugio. En 1990, sin el apoyo de la mayoría de sus hermanos obispos, y cuando todavía la oposición a Mons. Romero era firme tanto política como eclesialmente, inició el proceso de beatificación de nuestro santo nacional, hoy figura ejemplar para nosotros y para tantas otras personas comprometidas solidariamente con el prójimo. De aquella misa en Catedral por el décimo aniversario del asesinato de Mons. Romero, en la que inició su proceso de beatificación, difícilmente podía suponerse la misa de más de doscientas mil personas cuando se le beatificó 25 años después. Sin embargo, Mons. Rivera sabía lo que hacía.
Su estilo campechano y directo, su honestidad con la realidad, su valentía frente a los problemas, su buen sentido del humor y su paciencia con las impertinencias de algunos de sus hermanos en el episcopado obligaban a las personas de buena voluntad a apreciarle y respetarle. Cuando el 11 de noviembre de 1989 por cadena nacional, dirigida por la Fuerza Armada, se pedía el asesinato de los jesuitas de la UCA, del arzobispo y su obispo auxiliar, nuestro pastor se puso firme: amenazó con excomulgar al Gobierno si seguía con esa campaña en su radioemisora oficial. Hace treinta años casi exactos, el fiscal general de la República escribió una carta abierta al papa Juan Pablo II pidiendo que sacara del país a Mons. Rivera y a su auxiliar, hoy cardenal Rosa Chávez. Aquel fiscal vendido, que no quería investigar crímenes de lesa humanidad y que acusaba a los dos obispos de ser miembros de la llamada “Iglesia popular”, recibió de Mons. Rivera no una respuesta agria. Simplemente el pastor le dio una lección de derecho civil y eclesiástico. Cuando algunos le felicitamos por su respuesta, contestó con su buen humor de siempre: “Es para vea que no somos indios con mitra”. Ante el presidente Cristiani, cuando le decíamos el 16 de noviembre que el Ejército había asesinado a Ellacuría y sus compañeros, Rivera le pidió que pusiera en la noche vigilancia militar en torno al edificio del obispado. Y le añadió: “Y no es porque confiemos en la Fuerza Armada, sino para que si me matan todo el mundo sepa quién fue”. Todo un ser humano cabal que merece ser recordado no solo como un cristiano de virtudes heroicas, sino como un prohombre de El Salvador.
* José María Tojeira, director del Idhuca.