En el marco del Día de la Madre, bueno es que la celebración vaya acompañada de reflexión. En esta línea, recordamos que entre los mensajes de clausura del Concilio Vaticano II, enviados a toda la humanidad en diciembre de 1965, hay uno dirigido a las mujeres, consideradas auténticas interlocutoras del cónclave. La visión sobre las mujeres y las madres allí plasmada es sustancialmente reivindicativa, valorativa y actual. La primera consideración es de carácter cuantitativo: “Las mujeres [representan] la mitad de la inmensa familia humana”. En seguida, el reconocimiento cualitativo: “La Iglesia está orgullosa de ellas, por haber elevado y liberado a la mujer, por haber hecho resplandecer la innata igualdad con el hombre”. Luego, avizoran el potencial que tiene este carácter cuantitativo y cualitativo: “Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumpla en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora”.
Frente a la tendencia deshumanizadora de un mundo que subordina al ser humano a los intereses de la economía y la tecnología, que excluyen y depredan, los padres conciliares exhortaron a las mujeres “a detener la mano del hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización humana”. Su pedido se hacía desde el reconocimiento del papel de las esposas y madres de familia “como primeras educadoras del género humano en el secreto de los hogares”. Más todavía, apelando a ese carácter cercano, tierno y accesible que caracteriza el modo de ser mujer-madre, se pedía que ellas se dedicaran “a hacer penetrar el espíritu del Concilio en las instituciones, las escuelas, los hogares, y en la vida de cada día”. Gran tarea y desafiante responsabilidad: la mujer-madre no es solo algo factual (que puede ser tenida en cuenta), sino algo central (que debe ser tenida en cuenta).
Esta centralidad formativa es también destacada en la exhortación apostólica Amoris laetitia. De las madres se afirma que son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta. Que son ellas quienes testimonian la belleza de la vida, las que en los peores momentos mantienen una actitud de ternura, entrega y entereza moral. Se dice, además, que transmiten el sentido más hondo de la práctica religiosa y que sin ellas la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo.
Y en el plano del cultivo del amor por la vida, se plantea que cuando la madre ampara al niño con ternura y compasión, despierta en él la confianza, le hace experimentar que el mundo es un lugar bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. De ahí la aseveración contundente hecha en el documento: “Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana”. Y en seguida la palabra de gratitud: “Queridísimas madres, gracias por lo que son en la familia y por lo que dan a la Iglesia y al mundo”.
A este aire de familia (centralidad de la mujer-madre) derivado del mensaje conciliar pertenece la conceptuación que hace monseñor Romero cuando habla del amor y ternura de las madres:
Aun cuando se nos callaran todos los medios de comunicación, siempre quedaría un gran micrófono en el mundo: la madre cristiana […] La madre es como el sacramento del amor de Dios. Dicen los árabes que Dios, como no lo podemos ver, hizo a la madre que podemos ver y en ella vemos a Dios, vemos el amor, vemos la ternura.
En esta perspectiva, ser madre es más que una función biológica, es más que un rol; es un modo de ser que une cuido y ternura, que funde cuerpo, psique y espíritu, es amor que humaniza; por eso termina llamándola “sacramento del amor de Dios”. En el despliegue del enfoque originado por los padres conciliares hay una valoración, no una idealización que reduce a la mujer a la dimensión maternal, con todo el peso de sacrificio y abnegación que ello implica en una sociedad de corte patriarcal.
Por eso, si es cierto que ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumpla a plenitud, como afirmaban los padres conciliares, hay que establecer o revisar los criterios que nos indiquen que avanzamos en ese camino, tanto en la sociedad como en la Iglesia. En principio, podemos formular algunas preguntas críticas a ambas.
A la sociedad: ¿cuál es la calidad del trato que reciben las madres antes, durante y después de la maternidad?, ¿qué nivel educativo tienen?, ¿cuál es el acceso de las madres a los recursos económicos?, ¿las políticas económicas están posibilitando trabajos decentes para las mujeres?, ¿se reconoce, reduce y redistribuye el trabajo doméstico y el cuidado no remunerados?, ¿cuáles son las medidas orientadas a reducir las brechas salariales entre mujeres y hombres?, ¿qué incidencias tienen las mujeres en los asuntos que son importantes para madres e hijos?, ¿se han fortalecido los servicios sociales básicos (educación, salud, cuidado infantil)?
A la Iglesia: ¿no ha llegado el momento de asegurarles a las mujeres la promoción y dignidad que les son propias?, ¿cuál es su participación en campos eclesiales y pastorales como la enseñanza, la investigación y el asesoramiento teológico?, ¿por qué la resistencia al ministerio ordenado de las mujeres?