La coyuntura actual en el país es tan relevante como la que dio como resultado la reforma política conocida como los Acuerdos de Paz de 1992. A poco menos de tres meses de realizarse unas cruciales elecciones de diputados y diputadas al Parlacen, a la Asamblea Legislativa y de Concejos Municipales, los actores que muestran mayor protagonismo son algunos voceros de los partidos políticos, funcionarios del actual gobierno y unos cuantos formadores de opinión pública. Ello contrasta grandemente con el protagonismo de otros grupos sociales que presionaban al principio de la década de 1990 por la salida pacífica al conflicto armado que vivía el país.
Una posible explicación de esta notable, aunque silenciada, diferencia es que, en aquel entonces, centros académicos y de investigación, iglesias, organizaciones de trabajadores y empresarios tenían un mayor grado de activismo político. Con posiciones diferentes, grupos de los mencionados sectores sociales consideraban que acabar con el conflicto armado era una condición necesaria para salir del retraso económico y social que el país mostraba en diversos indicadores. Pacificar al país era una condición necesaria para hacer crecer la economía, para detener el flujo de salvadoreños que salían del país huyendo de la violencia y de la falta de oportunidades, para impulsar una democratización de la política más allá de los límites autoritarios que desde su vida independiente mostraba el régimen oligárquico salvadoreño. Independientemente de los resultados posteriores, no puede negarse que había un cierto optimismo social sobre lo que significaría el cese al conflicto armado.
Las botas se transformaron en votos con los acuerdos de 1992. La derecha empresarial y su partido Arena no perdieron tiempo para impulsar una reforma económica de corte neoliberal de gran calado. En la izquierda política y en el recién convertido partido político FMLN se postergaba la ilusión de los cambios estructurales porque antes había que consolidar la fuerza política acumulada, ganando escaños legislativos y gobiernos municipales, hasta alcanzar el control del Órgano Ejecutivo. Junto al partido FMLN, centros académicos y de investigación, iglesias y organizaciones de trabajadores más algunas ONG´s continuaron su activismo reformista con la esperanza puesta en que el cambio llegaría con un gobierno de izquierda.
Y el momento llegó. Quince años después de las “elecciones del siglo” de 1994, las elecciones presidenciales de 2009 dieron como ganador al partido FMLN, que ya no era simplemente el frente guerrillero convertido en partido. El cambio en el partido de gobierno fue facilitado por una candidatura que no provenía de las filas del partido y que muy pronto le planteó problemas de identidad al partido mismo. Los desencuentros entre miembros del gabinete del primer gobierno de izquierda y líderes del FMLN llevaron a plantearse la cuestión de qué era ese gobierno y ese partido. El FMLN llegó a entenderse como partido en el gobierno, y no como partido de gobierno, por su alianza de gobierno con otros partidos y grupos sociales no efemelenistas.
La derecha empresarial mayoritariamente siguió alineada con Arena, solo que en la oposición desde 2009. Esos empresarios siguieron su activismo político acusando al gobierno efemelenista de inepto, de incapaz y de no tener un rumbo claro. Las organizaciones tradicionales de trabajadores y ONG se alinearon con el gobierno del FMLN y perdieron protagonismo y fuerza de cambio. Por su parte, los centros académicos e iglesias tomaron distancia de las políticas gubernamentales, del partido FMLN, sin que eso significara pasar a la oposición junto con Arena y sus empresarios. Más bien se enajenaron del proceso político nacional creyendo que sus aportes técnicos y espirituales tendrían fuerza suficiente, como por arte de magia, para impulsar cambios.
Cuando un segundo gobierno del FMLN fue electo en 2014, las fuerzas sociales transformadoras habían sido neutralizadas. El partido FMLN se acomodó y algunos de sus líderes prefirieron los beneficios que su posición les otorgaba antes que mantener una fidelidad a las ilusiones de miles de víctimas que ofrendaron su sangre por un El Salvador mejor. Con el partido se hundían también las organizaciones de trabajadores y ONG que perdieron su identidad al subsumirse en el gobierno. Los centros académicos se “profesionalizaban” cada vez más. Y las iglesias se espiritualizaban más aún convencidas que el reino de Dios corresponde a la otra vida y no a “este valle de lágrimas”. Arena y sus empresarios siguieron activos en la oposición, esperando el turno de la alternancia. Pero esta no llegó.
Un hartazgo social con los partidos políticos que habían gobernado por 30 años fue aprovechado por el actual presidente salvadoreño. Su política y discurso antipartidos tradicionales ha sido efectiva y ha logrado domesticar el espíritu de cambio que aquel hartazgo implicaba. Nada está escrito y no hay lugar a determinismos. Si bien el proceso parece dirigirse hacia la implantación de un régimen de claro corte autoritario, como en una “física social”, el resultado dependerá del choque de fuerzas.
Las elecciones del 28 de febrero de 2021 serán importantes en la dilucidación de la dirección del cambio pero no serán las definitivas. Muchos cambios pueden originarse del resultado de esas elecciones si el partido Nuevas Ideas logra, con ayuda de GANA, una mayoría legislativa. Pero aun así, el grupo económico (empresarial y no empresarial) y la camarilla que apoya al Presidente tendrán que esperar hasta las elecciones de 2024 para ver consolidado su proyecto. La gestión del gobierno tendrá que ser exitosa para que esa consolidación se abra campo, pero el comportamiento de la economía nacional y de las finanzas públicas no parece estar a su favor.
Un segundo gobierno de un mismo partido, así como una mayoría legislativa que le apoye, no debiera ser motivo de preocupación. Pero, si el partido en el gobierno y sus líderes tienen tendencia a no respetar el marco legal e incluso a violentar las disposiciones constitucionales, entonces las alarmas debieran encenderse. Partidos de oposición (no solo algunos de sus líderes), gremios empresariales, centros académicos y de investigación, iglesias, organizaciones de trabajadores y ONG debieran activarse, no para defender un statu quo que es rechazado por la mayoría de la población, sino para convertir ese rechazo en una palanca hacia la democratización del régimen político, la lucha contra la corrupción y los abusos de poder, y en contra de las tendencias autoritarias de los recién llegados al poder.
A las fuerzas autoritarias hay que oponer fuerzas democráticas. La acción política contra el autoritarismo debe desatarse mientras existan los espacios para ello. Los costos de hacerlo después serán más altos. Pero, ¿hay fuerzas democráticas suficientes para ello en el país? ¿Hay fuerzas democráticas dentro de los partidos tradicionales, entre los gremios empresariales, en los centros académicos y de investigación, entre los miembros de las distintas iglesias, en las organizaciones de trabajadores y en las ONG? El nulo o poco activismo que muestran todos estos grupos están siendo aprovechados por las fuerzas autoritarias. Si estas se imponen, la lucha por la democracia seguirá siendo una tarea pospuesta otra vez, como ocurrió después de la reforma política de 1992.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 25.