El caso salvadoreño fue ampliamente conocido por lo ocurrido durante la última cuarta parte del siglo XX. Durante ese período, se transitó por el cierre de espacios políticos, la violencia selectiva contra opositores al régimen, la violación masiva de los derechos a la vida y a la integridad física, las continuas ejecuciones de funcionarios públicos, la confrontación armada, las negociaciones y los acuerdos que pusieron fin a la guerra, hasta finalizar con la presencia de observadores de otros países en el territorio nacional para verificar el cumplimiento de los compromisos adquiridos por los firmantes.
Con todo eso y tras la tan ansiada alternancia en el Gobierno que esperanzó tanto y defraudó igual, la gobernabilidad democrática —fundamento de una adecuada convivencia social— es el gran desafío. En El Salvador de hoy, ese concepto dice mucho y poco. Mucho porque, en última instancia, era quizás la gran aspiración a la que apuntó el esfuerzo político iniciado en Ginebra el 4 de abril de 1990; poco si se observa desde la perspectiva de la historización que plantea Ignacio Ellacuría. Lo mismo ocurre con otras expresiones ya gastadas, como institucionalidad, participación ciudadana, transparencia, rendición de cuentas, contraloría social, verdad, justicia, reconciliación y paz.
Ellacuría planteó que el "supuesto fundamental es que los derechos humanos pueden y deben alcanzar una perspectiva y validez universal, pero esto no se logrará si no se tiene en cuenta el desde dónde se consideran y el para quién y para qué se proclaman". Para el mártir jesuita, debe ser "desde los pueblos oprimidos y desde las mayorías populares para o en busca de su liberación". A su juicio, "el problema de los derechos humanos es un problema no solo complejo, sino ambiguo, pues en él no solo confluye la dimensión universal del hombre con la situación real en la cual desarrolla su vida, sino que propende a ser utilizado ideológicamente al servicio no del hombre y de sus derechos, sino de los intereses de unos u otros grupos".
Para superar tanto la complejidad como la ambigüedad referidas, resulta imprescindible la historización del problema, que, según Ellacuría, "no consiste formalmente en contar la historia del concepto de los derechos humanos, ni siquiera contar la historia real connotada por el concepto y de la cual este ha ido surgiendo". Con base en lo anterior, un diagnóstico actualizado sobre la gobernabilidad democrática del país, en el cual se ubiquen los conflictos que la amenazan así como las causas de tales peligros, debe hacerse estableciendo en la práctica lo verdadero o falso de su vigencia, lo justo o injusto de sus resultados, y lo ajustado o desajustado de su materialización, tal como lo plantea Ellacuría.
Se debe constatar, pues, si lo que existe solo le sirve a unos pocos o alcanza para el resto; si están dadas las condiciones reales en las cuales se pretende realizar y consolidar esa gobernabilidad; se deben desideologizar los idealismos, que no animan a los cambios sustanciales necesarios para concretarla y que, por el contrario, son obstáculos para el éxito del esfuerzo; se debe introducir la dimensión temporal para medir cuándo el propósito se ha materializado a plenitud o cuándo, al menos, se ha logrado algo razonable del mismo. Esa es la medida ineludible para anunciar lo positivo o negativo en este y en todos los ámbitos en los se debe trabajar, en serio, para avanzar en el proceso iniciado en Ginebra. Hacerlo de ese modo podría contribuir a fortalecer lo que se hizo correctamente y a enderezar el rumbo en aquellos asuntos que no se manejaron bien; y podría, además, contribuir a reencontrar las fórmulas para avanzar en la línea debida.
Desde que acabó la guerra, a las mayorías populares se les ha pedido paciencia. Y la paciencia, canta el mexicano Guillermo Briseño, "es un recurso natural no renovable si se quiere hablar en nombre de un país". Por eso, ante lo difícil de la situación, mucha gente no se quedó a esperar el rebalse de prosperidad que nunca llegó; se lanzó, sin importar los riesgos, hacia el Norte u otras latitudes. Pedirle paciencia a quien sufre por exclusión económica, abundante violencia y la siempre presente impunidad, es una falta de respeto. Ciertamente, los resultados no se producen con rapidez cuando se trata de construir un país democrático y justo; pero algunas señales positivas de fondo deberían advertirse ya en el horizonte. No es posible demandarle más resistencia a una población que hizo gala de ella durante las décadas de guerra y después. Tampoco se vale engañarla pregonando que el camino por el que se va es el único y el correcto, cuando no fue adoptado de manera concertada y participativa.
No se trata de ser fatalistas a ultranza, pero tampoco de aceptar sin más los discursos rebosantes de optimismo o las promesas sin fundamento. Los diagnósticos objetivos de la realidad actual apuntan más a la preocupación que a otra cosa. ¿Se seguirá así, esperando un mal mayor? La historia revela que los derechos humanos se reconocen y respetan cuando la gente se organiza y lucha. Si el pueblo salvadoreño quiere transitar de una vez por todas hacia la gobernabilidad democrática, ese camino hay que seguir, sin escuchar cantos de sirenas.