Los estragos causados por las lluvias de la semana pasada pudieron haberse evitado en buena medida con una sólida cultura de prevención. La sociedad y los Gobiernos en particular alimentan la engañosa expectativa de que nada lamentable ocurrirá, en una especie de ruleta rusa. Y cuando la tragedia se hace presente, porque el riesgo es real y las crisis climáticas son cada vez más violentas, el esfuerzo se pone en remediar aquello que pudo evitarse o paliarse, salvando vidas humanas y ahorrando recursos económicos. El país continúa sin tomar nota del cambio climático ni de sus riesgos, y así transita de una catástrofe a otra.
En lugar de impedir construcciones y viviendas en sitios de alto riesgo, El Salvador congenia con la temeridad para no incomodar y, sobre todo, para no entorpecer las ganancias del constructor. En vez de asegurar las pendientes de las carreteras y los puentes, espera el derrumbe para limpiar los deslizamientos y los escombros. En lugar de educar masiva e intensamente contra la contaminación, prefiere limpiar aquí y allá una suciedad que volverá. Y así sucesivamente. La catástrofe se suele ensañar con las poblaciones de menores ingresos, aquellas que no tienen otra alternativa que habitar zonas peligrosas a sabiendas de que su vida y sus escasos bienes están en peligro permanente.
Las dependencias gubernamentales responsables de la seguridad ciudadana, incluidas las que dan seguimiento al clima, no fueron capaces de interpretar las señales que indicaron las intensas lluvias que se avecinaban. El fallo no fue de la ministra de Educación, sino de quienes juegan con los colores de las alertas. La funcionaria se atuvo a unas indicaciones imprecisas e inoportunas. Esa misma ineficiencia llevó a que el presidente Bukele paralizara toda la actividad educativa en un día soleado, ya pasada la tormenta. Tampoco las instancias a cargo de la infraestructura evaluaron su estado cuando asumieron su responsabilidad, sino que aceptaron, como es usual, lo que dejaron los Gobiernos anteriores, incluidas la colonia Santa Lucía de Ilopango y el paso de Los Chorros, para mencionar dos eventos destacados.
Las explicaciones han venido a posteriori cuando lo correcto hubiera sido intervenir a priori para evitar los hechos que ahora se lamentan, incluida la abultada inversión para contener unos daños previsibles. Las promesas de remedio tomarán tiempo en concretarse, porque la intervención eficaz es precedida por la evaluación, la planificación y el financiamiento. Ninguna solución permanente es inmediata. Si alguna lección deja el temporal recién pasado es que, contrario a las apariencias, el emplasto y la improvisación no son solución.
Mientras se olvida lo básico, se llena la imaginación popular de grandes proyectos de elevado costo. Qué sentido puede tener un tren de alta velocidad o un aeropuerto si la conexión terrestre con el occidente del país y con el norte de la región puede quedar interrumpida abruptamente. Los habitantes de un poblado oriental han puesto de manifiesto esa contradicción con gran creatividad al plantar matas de huerta en los agujeros de la carretera que los conecta con el resto del país. La misma protesta es válida para centros urbanos como Santa Tecla, una ciudad llena de cámaras de vigilancia mientras sus calles se hunden y emergen agujeros cada vez más grandes ante la indiferencia de autoridades locales y nacionales. La prevención reduciría drásticamente el tiempo de cierre de Los Chorros.
Los Gobiernos, el actual también, no prestan la debida atención a la prevención. Prefieren recoger escombros sin considerar los elevados costos que ese descuido tiene para una actividad económica que dicen querer reactivar. Sin una infraestructura sólida, es prácticamente imposible desarrollar una economía robusta. Alimentar ilusiones con proyectos fantásticos es atractivo y electoralmente muy rentable; mantener lo básico en buen estado es menos interesante, pero garantiza la vida segura de la gente.
La comunidad del Bajo Lempa es un buen ejemplo de lo que puede lograr la organización y la prevención. Después de sufrir la devastación de varias inundaciones, sus habitantes se organizaron para reclamar infraestructura capaz de contener el desbordamiento del río, coordinar con CEL, cuyas descargas elevan el nivel del agua, y cuidar su entorno. De esa manera, han reducido el impacto del mal tiempo. Algunas comunidades de Chalatenango, que han tomado en sus manos el cuidado de su propia seguridad, con la colaboración de la autoridad local, han logrado librarse de la violencia de las pandillas, al margen de las políticas del poder ejecutivo. Estos son dos ejemplos de lo que se puede lograr si la comunidad se organiza, previene y cuida su entorno.
El impacto del temporal de la semana pasada ha vuelto a recordar que el ritmo de la explotación y del deterioro del país no puede continuar sin colapsar. Este no aguanta más, ya es literalmente insostenible. La indiferencia con la que El Salvador observa cómo se acerca al abismo es similar a la de Trump. Si ese ritmo no se detiene y se cambia al rumbo, cuando la hija del presidente alcance el final de la adolescencia, las redes sociales serán de poca utilidad.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.