Apuestas punitivas

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Elsa E. Fuentes
28/11/2013

La semana pasada, la Asamblea Legislativa aprobó nuevas reformas al Código Penal para aumentar la pena de prisión (de entre 3 y 6 años a 4 y 8) para los funcionarios o empleados del sistema penitenciario que permitan el tráfico de objetos prohibidos en los reclusorios. Además, se agregó un literal para sancionar a las personas detenidas de forma provisional o las que se encuentren cumpliendo penas de prisión que hagan uso de aparatos, componentes y accesorios electrónicos y de telecomunicaciones. Y ello, según los legisladores, con el objetivo de frenar las extorsiones desde los centros penales.

Ante esto, es importante reflexionar, en primer lugar, sobre la eficacia de la amenaza punitiva en la situación inhumana y degradante que se vive en las prisiones salvadoreñas. El hacinamiento en las cárceles se debe, en gran medida, a las elevadas penas de prisión impuestas a los condenados, a quienes prácticamente se les confina de por vida ante la comisión de determinados delitos. Si tomamos en cuenta que la esperanza de vida, según el reciente informe del PNUD, es de 72.4 años y que la pena máxima aplicable en El Salvador es de 60 años, una persona que recibiera esa condena estaría prácticamente toda su vida en la cárcel.

La pregunta, por tanto, es esta: ¿evitará la amenaza de sumar años de cárcel el uso de aparatos telefónicos dentro de los centros penales? Difícilmente, pues la amenaza de una pena más larga a quienes están prácticamente condenados de por vida no tiene ninguna fuerza preventiva ni disuasiva. Sería más útil restringir las señales dentro del centro penal. Y de paso se evitaría que los funcionarios penitenciaros se vieran tentados a lucrarse con el ingreso de aparatos prohibidos.

Por otra parte, llama la atención que no hubo reformas a la Ley contra el Lavado de Dinero y Activos, que es la actividad delictiva relacionada con el crimen organizado y la corrupción. Pese a que esas reformas se propusieron hace más de dos meses, la Asamblea Legislativa no las aprobó porque los dictámenes no estaban listos, según declaró el diputado que presidía la plenaria. Un asunto tan importante debería ser igual de preocupante que la introducción y uso de teléfonos en los centros penitenciaros; el lavado de dinero parece no ser prioritario a la hora de legislar.

En El Salvador, la mayoría de acciones para enfrentar a las pandillas y al crimen organizado han sido de carácter penal y temporales, y por tanto, meramente simbólicas. Un ejemplo es la denominada Ley Transitoria de Emergencia contra la Delincuencia y el Crimen Organizado de 1996, con vigencia para dos años. Otro, la implementación en 2003 del plan de operaciones policiales contra las pandillas, denominado Mano Dura, justificado por el "sentimiento de inseguridad de la población" y por la alarma social que las maras y pandillas generaban. Este plan incluyó la ley antimaras, con una vigencia de 6 meses; cinco días antes de que expirara, fue declarada inconstitucional.

En 2004 se propuso, en plena campaña electoral, los planes Súper Mano Dura y Mano Amiga, junto a la Ley para el Combate de las Actividades Delincuenciales de Grupos o Asociaciones Ilícitas Especiales, cuya vigencia fue de tres meses. En 2007 entró en vigencia la Ley contra el Crimen Organizado y Delitos de Realización Compleja. Esta creó una jurisdicción especializada y procedimientos para el juzgamiento de los delitos que puedan ser cometidos en la modalidad de crimen organizado o sean de realización compleja: homicidio, secuestro y extorsión. Se cuentan, además, las reformas al delito de agrupaciones ilícitas, entre 2001 y 2010, para aumentar las penas de prisión, sobre todo.

Todo lo anterior ha posibilitado ocultar, en el discurso y la norma penal, parte del escenario del crimen, que va más allá de las expresiones violentas de la criminalidad de las pandillas, y las causas de ese escenario: la desigualdad y la exclusión económica y social, que condicionan la eficacia de la prevención del crimen y facilitan la mimetización y el arraigo de la criminalidad organizada. Así, hasta el momento, se ha buscado resolver mediante el aumento de penas y la aprobación de leyes simbólicas los efectos de los problemas estructurales que afectan la vida cotidiana de los habitantes del país.

Pandillas, delincuencia y crimen organizado son, ante todo, fenómenos complejos que reflejan las debilidades de la sociedad y el Estado. Por ello, cualquier lógica alarmista debe evitarse a la hora de diseñar estrategias que pretendan ser eficaces para enfrentar el fenómeno criminal, así como ir más allá de medidas de carácter punitivo. Lo acertado es abordar el problema desde la convicción de que no puede haber una política criminal exitosa sin una política social comprometida, que satisfaga las necesidades básicas de la población: educación, salud, trabajo formal, cultura, seguridad social, entre otras; es decir, una política que genere oportunidades para transformar la vida de los salvadoreños.

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