Podemos preguntarnos, y con razón, para qué existe la Asamblea Legislativa. La Constitución es clara: para legislar, pero no al capricho o a la conveniencia de quienes la componen, cabe agregar. Nuestra Carta Magna dice que el Estado, uno de cuyos poderes básicos es la Asamblea, está al servicio de la persona humana y debe asegurarle “la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social”. Legislar sin tener en cuenta estos valores u otros consignados en la Constitución es simplemente una aberración democrática. Por eso, cuando vemos la lentitud, ineficiencia y escasez de valores en el debate y el trabajo legislativo es lógico que nos preguntemos para qué sirve la Asamblea Legislativa. Y no en balde nos maravillamos con frecuencia del poco espíritu democrático de una buena parte de los legisladores.
A lo largo de los años, la Asamblea se ha preocupado más por legislar el aumento de penas que por establecer medidas preventivas contra la violencia, como, por ejemplo, la mejora sustancial en los presupuestos de salud, educación y vivienda. El ciudadano, desprotegido por el Estado, ha tenido que preocuparse por cerrar calles, comprar alambre cortante, aislarse de la convivencia amplia con toda la ciudadanía, creando así diferencias y desigualdades palpables y socialmente desintegradoras. Además, cuando una manera de fomentar la cultura de paz en medio de la violencia es avanzar lo más posible en la ratificación de todo convenio o protocolo de derechos humanos, la Asamblea se ha negado, a pesar de peticiones públicas de la sociedad civil, a ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.
Hemos criticado los despidos masivos con los que amenaza el Gobierno actual. Monseñor José Luis Escobar, nuestro arzobispo, ha insistido, con toda razón, en evaluar y reubicar antes de despedir. Sin embargo, no solo el Gobierno tiene responsabilidad y debe cambiar de actitud. Desde hace años, la Asamblea Legislativa tiene pendiente aprobar una ley de la función pública que es fruto del excelente trabajo de asesores internacionales y funcionarios expertos. ¿Para qué nos sirven diputados que no hacen caso ni siquiera a los mejores técnicos? Otro ejemplo: el intento de ley de reconciliación. El presidente de la Asamblea parece más preocupado por seguir considerando héroe a Domingo Monterrosa que por legislar con estándares internacionales de derechos humanos. Los gritos y bochinches de los diputados de su partido no le dejan escuchar el llanto de los niños de El Mozote. Por otro lado, la ley del agua, otra de las grandes deudas con el pueblo salvadoreño, no acaba de salir a flote de tan amarrada que está la Asamblea a pesados intereses particulares.
Cuando nos preguntamos el para qué de la Asamblea, no pretendemos que no la haya. Es parte de nuestra democracia y la necesitamos para regular la convivencia social de un modo armónico. Sin embargo, queremos que funcione según los valores consignados por la Constitución en su artículo primero, artículo fundamental y definitorio de la función del Estado: justicia, seguridad jurídica, bien común, libertad, salud, cultura, bienestar económico y justicia social. Esta Asamblea, lamentablemente, está lejos de esos ideales.
* José María Tojeira, director del Idhuca.