Valiente, fuerte, lúcido: así renunció Joseph Ratzinger a su cargo y así pasará a la historia como Benedicto XVI. En modo sencillo y sin agitación, confiesa que sus fuerzas físicas y psíquicas están disminuyendo. No se engaña al reconocer que ya no es capaz de "gobernar la barca de san Pedro" en un mundo "sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por preguntas que esperan respuesta". A sus 85 años, ha llegado al límite, y tiene el valor de asumir las consecuencias, a pesar —o quizás precisamente por eso— del impresionante ejemplo que dejó Juan Pablo II.
Muestra, en primer lugar y ante todo, grandeza humana, la cual merece un respeto incondicional. Resulta difícil —y no solo a los papas— no tenerse por insustituible, pasar a otro, libre y conscientemente, las responsabilidades que tenía entre manos, y acercarse de esa forma a su propia muerte en paz y conciliación. Este hecho vigoroso de relativizarse a sí mismo llega a nuestro corazón y deja que Ratzinger se nos acerque como ser humano, precisamente por su fragilidad y vulnerabilidad.
Además, dar ese paso tiene una dimensión y una fuerza explosiva, porque Ratzinger lo ha dado en contra de la tradición y cargando con el peso de ser un "sucesor de Pedro". Es una valiente contribución para desmitologizar el oficio pontifical. Revela con claridad que esa tarea se confía a un ser humano, quien, a su vez, por justas razones, la puede entregar. El "funcionario" no se identifica de manera cuasi-mitológica con el cargo, y tampoco está obligado a sufrirlo heroicamente hasta un amargo final. En camino a la modernidad, el teólogo conservador Joseph Ratzinger se ha adelantado claramente al carismático líder socialista Hugo Chávez.
Con este último acto oficial, Benedicto XVI también se libera a sí mismo y a la Iglesia del indigno espectáculo de convertirse progresivamente en juguete a merced de intrigas y aspiraciones al poder. Benedicto nunca ha excluido la posibilidad de dimitir, pero ahora nos sorprende con la audacia de "desencantar" el cargo pontifical, liberándolo de la aureola y la sacralización irracional. En su despedida se revela la talla de este personaje, y precisamente por ello, ante tal persona, sería irrespetuoso y cobarde no enfrentar también el ambiguo legado que nos deja. Quiero hacerlo desde una perspectiva concreta, la latinoamericana.
Benito de Nursia, el patrono de Europa, dio su nombre al pontificado que ahora termina, y esa selección expresa bien el programa del papa. El interés y la ardiente preocupación de Benedicto XVI se han dirigido a una Europa secularizada y cuya fe está agotada. Ha sido la preocupación por un mundo que se desliga de su relación con Dios, en el que, por esa razón, "se oscurece su horizonte ético" y "se pierde el fundamento de sus valores". Joseph Ratzinger se ha esforzado por mediar entre la fe y la razón contemporánea. Pero a él, en cuanto papa, también le ha resultado lejana e inaccesible la situación de otros continentes que no están configurados por la Ilustración europea y en los que hasta el día de hoy el ateísmo es un fenómeno marginal.
Nunca le fue fácil a Benedicto acercarse a las grandes tradiciones de Asia. Y todavía le fue más difícil reconocer el desafío urgente de buscar nuevas formas de ecumenismo con las Iglesias pentecostales, las que crecen aceleradamente en América Latina. Ya no se dejan descartar simplemente como "sectas", sino que confrontan a la Iglesia católica con sus debilidades y exigen un diálogo entre iguales. El papa eurocéntrico no ha logrado captar y reaccionar ante la realidad de sociedades cuyo problema central no es, ciertamente, el ateísmo. En esas sociedades, la pregunta por Dios se plantea de una manera totalmente diferente, lo que no quiere decir que no se haga presente de manera también fundamental. Lo que esa realidad exige son criterios para discernir entre el "Dios de vida" y los "ídolos de muerte"; entre una fe liberadora y una Iglesia con rostro jesuánico, por un lado, y formas alienantes e infantilizantes de una espiritualidad fuera de control, por otro. Es urgente buscar y encontrar estos criterios tanto fuera como dentro de la Iglesia católica.
La tragedia de quedar encerrado en este eurocentrismo aparece de forma condensada y aguda en su discurso con motivo de la inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que tuvo lugar en Aparecida, Brasil, el 13 de mayo de 2007. Cuesta entender cómo un intelectual de su talla pudo hacer una afirmación tan ingenua y carente de dialéctica como la siguiente: "Del encuentro de esa fe con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este continente (...) formando una gran sintonía en la diversidad de culturas y de lenguas". Como si la cultura indígena no hubiera sido una cultura profundamente religiosa mucho antes de la imposición del cristianismo. Como si el "encuentro" con Europa no hubiera comenzado como un asalto brutal. Y como si la cristianización de América Latina no hubiera estado mezclada de manera nefasta con genocidio y explotación.
La difícil relación de Joseph Ratzinger con América Latina tiene una larga historia. En la irrupción de la teología de la liberación, fue incapaz de ver en ella algo que no fuera una fatal reducción del mensaje cristiano a la política. No fue capaz de encontrarse sin prejuicios con los planteamientos de dicha teología, sino que ha mostrado la obsesión de que cualquier préstamo en ideas o métodos del análisis marxista de la sociedad lleva necesariamente a la desfiguración y perversión de la fe cristiana. Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1984 redactó la "Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación", que ha tenido un impacto desastroso a lo largo de los años.
Con ese documento, quedó seriamente frenada la irrupción esperanzadora de la Iglesia latinoamericana. Esta hizo sentir el espíritu de Pentecostés, con la consecuencia de que por primera vez en su historia no fue vista como Iglesia de la oligarquía, sino como Iglesia de las mayorías pobres. Sin embargo, a la larga, en las iglesias se impusieron fuerzas eclesiásticas reaccionarias que tomaron las riendas y marginaron a obispos de gran importancia histórica. En las décadas de las dictaduras militares de derecha, de la represión y del terrorismo de Estado, innumerables seres humanos (obispos, sacerdotes, laicos y laicas) murieron por tratar de vivir como Jesús y de tomar el Evangelio en serio. Con la "Instrucción", Roma negó respaldo moral y solidaridad a estas víctimas.
En su despedida, sería injusto hablar del papa como si no hubiera sido sensible al escándalo de la injusticia, como si no hubiera exigido "la opción por los pobres". Sin embargo, en vano se busca en su pensamiento una relación vital entre Dios y la lucha por la justicia. Que el europeo Joseph Ratzinger, debido a sus experiencias con los regímenes totalitarios, haya redactado la "Instrucción" con buena voluntad puede comprenderse como un error histórico con graves consecuencias. Pero que 25 años más tarde el papa Benedicto XVI todavía defienda las mismas posiciones solo produce perplejidad. El 5 de diciembre de 2009, con ocasión de la visita ad limina de obispos brasileños, vuelve a hablar de los peligros de una recepción acrítica de las tesis marxistas: "Sus consecuencias más o menos visibles —rebelión, división, disenso, ofensa y anarquía— todavía hoy se dejan sentir, creando en vuestras comunidades diocesanas un gran sufrimiento y una grave pérdida de fuerzas vivas. Suplico a todos los que de algún modo se han sentido atraídos, involucrados y afectados en su interior por ciertos principios engañosos de la teología de la liberación, que vuelvan a confrontarse con la mencionada Instrucción, acogiendo la suave luz que ofrece a manos llenas".
Es penoso leer palabras como estas. En primer lugar, precisamente fue esa política agresiva del Vaticano la que ocasionó "división, disenso (...) gran sufrimiento y una grave pérdida de fuerzas vivas" en la Iglesia latinoamericana. Lo que hacía falta no era un nuevo adoctrinamiento, sino una petición de perdón. En segundo lugar, es apabullante lo anacrónico de esta afirmación. Sin glorificar los actuales sistemas socialistas, lo que hoy amenaza y aniquila a la gente de América Latina no es el "fantasma del comunismo", sino la escandalosa desigualdad, caldo de cultivo ideal para la violencia y el crimen organizado. Bien podemos soñar que a la catedral de san Pedro llegue un hombre —o, quizás algún día, una mujer— dispuesto a aprender de los grandes profetas de América Latina, como Óscar Arnulfo Romero, Pablo Evaristo Arns y Leonidas Proaño, y que acerque a la Iglesia a su origen en Jesús.