Desmantelando derechos

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A inicios de este año, el secretario general de la ONU decía que “los derechos humanos están siendo asfixiados, uno a uno, por autócratas, el patriarcado, las guerras y el sistema financiero mundial moralmente en quiebra”. Y pedía a todos los seres humanos de buena voluntad, así como a los gobiernos democráticos, hacer “un esfuerzo sin cuartel por parte de todos para garantizar que los derechos humanos y el Estado de derecho sigan siendo fundamentales para las comunidades, las sociedades y las relaciones internacionales”. A lo largo de lo que va de año, hemos ido viendo cómo la situación de los derechos se descompone cada día más. La política errática y arbitraria del presidente de Estados Unidos ha incidido en la prolongación o exacerbación de guerras, maltrato y odio a los migrantes, violaciones a derechos humanos y alegría de los gobiernos autócratas, que se sienten justificados por el modo caprichoso de ejercer el poder en el país del norte. El problema de no respetar los derechos humanos es la profunda deshumanización que provoca tanto en los que los violan como en los que sufren en su carne el maltrato.

El problema repercute también entre nosotros. El acuerdo para encarcelar en El Salvador a personas expulsadas de Estados Unidos ha sido una fuente de violaciones a derechos básicos. Impacta ver que venezolanos que llegaron recientemente al país no han podido visitar a sus familiares privados de libertad en el Cecot. Presos algunos de ellos que ni siquiera tienen un proceso abierto ni acusación seria en su contra. Con razón nuestros obispos pedían que cesara ya el régimen de excepción y que no nos convirtiéramos en una cárcel internacional. La detención de defensores de derechos humanos, como Alejandro Henríquez, José Ángel Pérez, Ruth Eleonora López y Enrique Anaya, ha provocado que tanto a nivel internacional como internamente crezca la preocupación por la situación salvadoreña. Porque perseguir defensores de derechos no solo conduce a la interrupción de lo que llamamos Estado de derecho, sino que además arrastra a una descomposición moral de la sociedad. Ya hemos visto entre fanáticos de la política repetir ataques en las redes contra quienes defienden derechos, incluso animando al Estado a cometer nuevas violaciones. Hacer la guerra, sea estatal, personal, jurídica o mediática, contra quienes defienden a los injustamente golpeados o detenidos es caer en una forma de violencia que destruye la necesaria solidaridad de los países para construir un desarrollo coherente con la dignidad humana.

Los derechos humanos, en definitiva, además de estar garantizados por la Constitución y por un buen número de convenios y tratados internacionales firmados y ratificados por nuestro propio país, constituyen una moralidad externa al poder. Y esto último es sumamente importante, porque quienes tienen poder político o económico quieren con frecuencia decirnos qué es correcto o incorrecto en nuestro comportamiento. Y la moral o la ética no dependen de lo que diga el poder, sino de lo que dice la conciencia humana acostumbrada a distinguir lo bueno de lo malo y a irlo plasmando en sus reflexiones y decisiones universales, muchas de ellas amparadas por el pensamiento de las diversas religiones. Si el individualismo consumista actual impulsa a convertir los derechos en una simple dependencia del poder, el espíritu humano, consciente de la igual dignidad humana y de la fraternidad universal, nos dice lo contrario: los derechos humanos son fruto de la experiencia universal del bien y, en ese sentido, constituyen una especie de norma moral que está por encima de toda ley dada desde el poder de un grupo o una persona. Defender derechos es, pues, defender lo verdadero de la humanidad y del bien común que todos debemos buscar. Y por eso, cuando se detiene sin causa clara a defensores de derechos humanos, es importante que todas las personas de buena voluntad pidan verdad y libertad para los injustamente detenidos.

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