Según el informe de la Coordinación y Evaluación de Desastres de Naciones Unidas (UNDAC) presentado en abril, el 90% del territorio y el 95% de la población del país se hallan en condición de alta vulnerabilidad, de manera que, a nivel mundial, El Salvador es la nación más vulnerable a catástrofes. En la misma línea, el Mapa de Pobreza Urbana y Exclusión Social, presentado por el PNUD, identifica más de 2 mil 500 asentamientos urbanos precarios, en los que viven cerca de dos millones de habitantes de las ciudades del país. En otras palabras, además del flagelo de la violencia, gran parte de la población salvadoreña se ve sometida a un entorno de pobreza, exclusión y vulnerabilidad.
La protección de la ciudadanía en estos campos es un deber universalizado en la Constitución política de los Estados nacionales modernos; el Estado es la única instancia de la sociedad garante del bien común. En naciones como El Salvador —por nuestra condición de país poco desarrollado—, esta obligación adquiere con mayor legitimidad el carácter de imperativo moral y ético para los gobernantes.
Sin embargo, desde hace mucho tiempo, las políticas públicas no se han orientado en esa dirección, sino en función de favorecer a los sectores con mayor poder y capacidad de influencia. Más aún, se han ejecutado plagadas de vicios como autoritarismo, improvisación, incoherencia, favoritismo, arbitrariedad, falta de transparencia y, por supuesto, corrupción. La vergonzosa secuela de escándalos al respecto —como el reciente asunto del lote de medicinas— parece interminable.
Desde luego, estas retorcidas prácticas han impuesto un enorme costo social a la sociedad salvadoreña. A medida que los recursos financieros, materiales y técnicos de las instituciones del Estado son desviados o mal utilizados debido al ejercicio—en la mayoría de los casos, institucionalizado— de estas prácticas, el Estado pierde capacidad de salvaguardar el bien común, con el consiguiente deterioro en el bienestar de la ciudadanía, especialmente de los grupos sociales más vulnerables. Además, el círculo vicioso se cierra con el aval de los organismos contralores, es decir, la Corte de Cuentas de la República y la Fiscalía General de la República.
De ahí, uno de los grandes desafíos para el Estado salvadoreño en el plano institucional: consolidar una administración pública caracterizada por altos estándares de eficiencia, transparencia, probidad e integridad. El primer paso importante en este sentido se dio el año pasado con la iniciativa del Grupo Promotor de la Ley de Transparencia y Acceso a la información Pública (LTAIP). Asimismo, el Ejecutivo dio otro paso, al menos formalmente, con la creación de la Secretaría de Transparencia y, recientemente, en el marco el aniversario del primer año de gobierno, con la creación de la Mesa Coordinadora del Plan de Transparencia y Anticorrupción en el Órgano Ejecutivo.
Pese a estos avances, es preocupante que en la Asamblea Legislativa y en la Corte Suprema de Justicia —entre otras instituciones— aún se estén dando muestras de conductas atentatorias contra la transparencia, las cuales sólo generan beneficio para unos pocos e inestabilidad en los sectores históricamente vulnerables.