Brazo de la justicia, abrazo de la dignidad

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Benjamín Cuéllar
24/04/2013

Al día de hoy, cuando en Guatemala se estremecen cada vez más los responsables de las graves violaciones de derechos humanos ocurridas durante su pasado conflicto interno, el tema de la justicia para las víctimas de la guerra civil en El Salvador continúa siendo una deuda por saldar. Más allá de los subterfugios de los que ha echado mano la defensa del genocida Efraín Ríos Montt y de los errores procesales en que puede haber incurrido el tribunal que lo juzga —en camino a ser solventados—, en el vecino país las cosas empezaron a moverse desde hace un rato y, como ha ocurrido en otros de la región, es imposible que se detengan. Acá también han comenzado a temblar los criminales, aunque con evidente retraso en comparación con otras experiencias del centro y del sur de América. Pero, como sea, es inevitable el mismo destino; al menos para algunos de los principales criminales que asolaron nuestra tierra durante tantos años.

La lucha de las víctimas salvadoreñas no es de ahora y tampoco marginal. Sus esfuerzos se remontan hasta antes de 1975. Ese año, en agosto, se avanzó en el camino cuando en el Externado de San José fue fundado el Socorro Jurídico Cristiano, a iniciativa de Segundo Montes. El jesuita mártir, acompañado por un reducido grupo de jóvenes estudiantes de Derecho y un aún más limitado equipo de abogados con experiencia profesional, abrió las puertas del colegio para dar protección a los sectores más vulnerables en una sociedad que pocos años después sería devastada por una larga y cruenta guerra producto de la obcecada intolerancia de los poderes opresores.

Era de esperarse que, en aquellas condiciones de represión creciente y cada vez más cruel, esta causa no fuera atractiva ni mucho menos convocante para quienes tenían el saber jurídico teórico y técnico. Ponerlo a disposición de la gente atropellada era demasiado desafiante y, sobre todo, sumamente arriesgado. Además, las instituciones de la época no eran para nada las mejores garantías de resguardo a favor de las mayorías populares embestidas por las fuerzas gubernamentales; esperar que acogieran sus demandas de justicia y respeto de su dignidad, era simplemente una quimera. Pero hubo quienes abrazaron la defensa activa de los derechos humanos, haciendo uso de los limitados medios con los que contaban y recurriendo a ese degradado sistema para pelear —con uñas y dientes— desde salarios dignos para los trabajadores del campo y las ciudades hasta la libertad de los pocos presos políticos que no desaparecía el régimen. Lo hicieron en un mundo donde el desarrollo documental y los mecanismos internacionales no tenían el actual nivel.

En ese entorno, las víctimas del modelo económico y social excluyente reclamaban mejores condiciones de vida. El movimiento social —en crecimiento constante— era una expresión viva y activa que en medio de tan desigual batalla generaba esperanza; también producía víctimas de graves violaciones a los derechos fundamentales de quienes lo integraban. El Socorro Jurídico Cristiano no daba abasto para enfrentar semejante realidad y así se fueron sumando otros organismos a esta cruzada. Un acontecimiento que no se debe dejar de lado en el largo trayecto de la contienda por la dignidad y contra la impunidad en El Salvador ocurrió tras el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979. Su trascendencia dentro y fuera del país ha sido ignorada. La Junta Revolucionaria de Gobierno original, la que derrocó al general Carlos Humberto Romero, creó mediante uno de sus primeros decretos una comisión especial para buscar presos políticos desaparecidos durante esa y las anteriores administraciones castrenses.

En la práctica, después de la que se creó en Uganda en 1974, esa fue la segunda comisión de la verdad en el mundo. Sus tres abogados integrantes (Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay, este último Fiscal General de la República) hicieron un encomiable trabajo. A diferencia de la Comisión de la Verdad que se creó como resultado de los acuerdos que le pusieron fin a la guerra en 1992, la de 1979 trabajó sin mayores recursos y sin conocimiento técnico o experiencia práctica en este terreno. Solo les bastaron su compromiso, honradez y valentía para salir adelante. Pero al final, luego de entregar recomendaciones tan atrevidas como la de enjuiciar al depuesto Romero y a su antecesor, el coronel Arturo Armando Molina, renunciaron tras el giro de ciento ochenta grados que dio el proceso en ciernes a finales de 1979 y principios de 1980. Pero la meritoria herencia quedó.

Ya para entonces, monseñor Óscar Arnulfo Romero era "la voz de los sin voz" que quisieron callar con una bala. Pero no pudieron, porque el pastor mártir ya no era una simple persona, sino lo que encarnaba: las legítimas aspiraciones de su pueblo por vivir en una sociedad respetuosa de los derechos humanos, democratizada y unida en el esfuerzo necesario para superar los grandes males que desencadenaron la guerra. Hoy, al recordar esos pasajes de la verdadera historia nacional, escrita desde abajo y adentro de El Salvador más profundo y real, el que habitan y donde intentan sobrevivir contra viento y marea las mayorías populares, no queda más que seguir manteniendo y haciendo crecer la esperanza de un porvenir distinto. Más cuando se sabe que a la par está sentado en el banquillo de los acusados un genocida como Ríos Montt, cuyos "méritos" no tienen por qué hacer sentir menos a los criminales de acá.

Ya les llegará su hora; no por venganza, sino por justicia. Las heridas de la violencia política, la represión y la guerra —independientemente del bando que las causó— se deben limpiar y curar para que no sigan infectando al cuerpo social con los virus de la violencia, la corrupción y demás expresiones del crimen organizado, vitaminados por la impunidad reinante, en la cual los poderosos aún se piensan y creen intocables. Pero al igual que la economía, la justicia ya es también global. Vayan a donde vayan pretendiendo escapar de ella, dentro o fuera del territorio nacional, su largo brazo los terminará alcanzando.

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