Después de los Objetivos del Milenio, cuyo año de cierre fue 2015, la ONU ha lanzado los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que tienen de plazo hasta 2030. Son 17 y pretenden solucionar al menos tres graves problemas de la humanidad: erradicar la pobreza extrema, luchar contra la desigualdad y la injusticia, y solucionar la amenaza del cambio climático, sin cuya superación será imposible desterrar la pobreza extrema. En este contexto, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha realizado su último informe de desarrollo regional para América Latina y el Caribe. La pobreza, la desigualdad y la violencia continúan presentes, aunque se recoge también una serie de avances en la superación de la pobreza. El desafío ahora es impedir una nueva caída en procesos de retorno a la pobreza ante la crisis de los productos de exportación y la ralentización del crecimiento económico.
En medio de esta problemática, el informe tuvo la buena idea de investigar cuáles son las claves del progreso personal y social para la gente de nuestros países latinoamericanos. Hay tres elementos que se repitieron de un modo sistemático, prácticamente en todos los países. Los entrevistados dicen que para salir de la pobreza, la violencia y la desigualdad son indispensables educación, trabajo digno y apoyo familiar. Tres dimensiones clave que deberían estar presentes en toda elaboración de políticas públicas y en todo programa político serio. Sin embargo, a pesar de los retos que tenemos, a pesar del pensamiento noble y sencillo de nuestro pueblo, ni la educación, ni el trabajo digno, ni la protección de la familia aparecen como prioritarios dentro de los proyectos de desarrollo, o incluso dentro de los sistemas de transferencias y subsidios.
La educación, nunca lo repetiremos lo suficiente, no se está impulsando al ritmo necesario para salir del subdesarrollo, la vulnerabilidad y la desigualdad. Tras la firma de la paz, en tiempos de Arena, se hizo un esfuerzo que consiguió prácticamente universalizar la primaria. Después, la lentitud y la ineficiencia se hicieron dueñas del sistema público, salvo excepciones. Con el FMLN pareció que despertaba un nuevo impulso y un crecimiento mayor de la relación entre el PIB y el presupuesto educativo. Cuando aumentaron las esperanzas y se formuló un ambicioso plan de reforma educativa, se produjo, casi simultáneamente, una especie de estancamiento en los fondos dedicados a educación. Si el fenómeno fuera coyuntural, se podría tolerar. Pero todo hace pensar que el frenazo va para largo, vista la situación económica.
El trabajo digno está también en crisis. La cerrazón de la patronal salvadoreña y sus cómodos sindicatos amigos a una revisión seria del salario mínimo muestra la incomprensión del valor trabajo como fuente de desarrollo. Los escasos planes para reducir el exceso de trabajo informal; la parálisis del Seguro Social, que no acaba de integrar en un solo sistema de salud a todos los salvadoreños; la fuga sistemática y elitista de capital público hacia formas de seguridad privada pintan un mal panorama para el desarrollo del trabajo con salario digno o justo. La inquietud en la ciudadanía persiste en este aspecto y hay que felicitar a una abogada que recientemente introdujo un amparo pidiendo que se declare inconstitucional la legislación que regula los múltiples salarios mínimos. Una adecuada regulación de los salarios, tanto a nivel privado como público, es un paso indispensable para el desarrollo. Lo contrario será continuar en la pésima tradición de desigualdad y violencia, estructural y delincuencial, que ha caracterizado a nuestro país.
La familia queda como último reducto. Hace años, algunos estudios afirmaban que los migrantes en Estados Unidos que enviaban más dinero a sus familiares eran los salvadoreños. Aun en medio de la disfuncionalidad y ciertos problemas en una parte significativas de ellas, lo cierto es que la familia sigue siendo en El Salvador la mayor y más fuerte fuente de seguridad y apoyo frente a la pobreza, la violencia y la vulnerabilidad. La solidaridad intrafamiliar es indudablemente un factor positivo en los esfuerzos en favor del bienestar y el desarrollo. Pero la familia salvadoreña tiene mucha veces que actuar en solitario. El Estado apenas la protege frente a la violencia. Las redes estatales de protección social son débiles, inequitativas y están más pensadas en favor de los minoritarios estratos de clase media.
¿Qué hacer? En educación, es evidente que necesitamos optar por planes de largo plazo, ambiciosos y universales. Si no iniciamos un recorrido que en un tiempo relativamente corto eleve al doble la inversión actual en educación, nunca superaremos el subdesarrollo ni la violencia. El trabajo hay que entenderlo de otra manera. Si bajo cualquier punto de vista lógico el trabajo es económica, humana y moralmente más importante que el capital, no es racional que continúe, en lo que respecta al salario mínimo, sujeto al control de patronales sin conciencia social. Y la familia permanece como gran desafío. Evidentemente, hay que protegerla frente a derivas violentas, machistas o situaciones de muy diverso tipo marcadas por el abuso y la amenaza. Pero además de protegerla frente a dinámicas negativas, hay que apoyarla tanto en lo que respecta al trabajo y la educación como en los derechos a la propiedad, el crédito y la vivienda digna. Apostar por la familia es la inversión más sólida. Y al Estado le toca diseñar planes y proyectos que tengan en cuenta este primer núcleo social, sin el cual no habrá convivencia ni futuro.