“Un cura muere… y un obispo alza sus manos hacia Dios”. Cuando escribí esta frase, a propósito de Rutilio Grande en 1997, nunca pensé que la escena se repetiría unas décadas más tarde. Y es que, como todos sabemos, el sacerdote Cecilio Pérez, párroco en San José La Majada, en Juayúa, Sonsonate, fue asesinado en circunstancias todavía no resueltas. Ya hace un año, otro sacerdote fue igualmente asesinado en Lolotique, en el departamento de San Miguel, el padre Walter Vásquez, caso sobre el que aún no se ha hecho justicia.
El arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar Alas, lamentó el hecho de violencia y aseguró que, como Iglesia, no se quiere venganza, sino justicia por el bien de las víctimas. Él ha insistido en que la violencia en El Salvador solo puede ser superada si no se permite la impunidad. De igual manera, monseñor Constantino Barrera, obispo de Sonsonate, dijo: “Quiero expresar mi dolor, nuestra consternación por el asesinato del padre Cecilo Pérez [...] Nos golpea a la diócesis, a mí, como obispo, a la familia y al país”.
De acuerdo a los que lo conocieron, el padre Cecilio Pérez era un hombre bueno, comprometido con su iglesia y con su comunidad, un defensor de los pobres y del medioambiente, alguien que había denunciado la tala del cerro El Águila, en la zona de Juayúa. Estos hechos de violencia contra defensores de la tierra deben llamarnos la atención; no es posible que como ciudadanía sigamos impávidos y los veamos como algo “normal” dentro de la cotidianidad salvadoreña.
No hay duda de que los religiosos y religiosas que se dedican a acompañar al pueblo salvadoreño en su tránsito por esta vida han debido encontrar algo especial en él. Monseñor Romero lo dejó claro al decir: “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. Algo vio en la gente, su gente, que lo movió hasta el sacrificio. Sin embargo, siempre he pensado que posiblemente la cosa pudo haber sido al revés: con esos pastores no costaba ser buen pueblo. A pesar de los riegos, de la persecución, el pueblo supo estar junto a sus pastores y viceversa.
Riesgos que, parece ser, todavía persisten. No debe olvidarse, en este sentido, que en los momentos álgidos de la lucha contra la minería, cinco personas fueron asesinadas en San Isidro, Cabañas, incluyendo una mujer embarazada, y otras más fueron perseguidas y chantajeadas. Tampoco hay que olvidar que en las luchas por la no privatización del agua y por la no aprobación de una ley dizque de reconciliación nacional (injusta e inmoral, que atenta contra el derecho a la verdad y la reparación, que tienen las víctimas del conflicto), los gestores del egoísmo y de la impunidad siguen al acecho.
Monseñor Romero advirtió sobre esta realidad de persecución en su homilía del 29 de mayo de 1977: “Jesucristo lo dijo: ‘Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros’. Y por eso, cuando un día le preguntaron al papa León XIII, aquella inteligencia maravillosa de principios de nuestro siglo, cuáles son las notas que distinguen a la Iglesia católica verdadera, el papa dijo ya las cuatro conocidas: una, santa, católica y apostólica. Agreguemos otra, les dice el papa: perseguida. No puede vivir la Iglesia que cumple con su deber sin ser perseguida”.
Es por esto que las acciones de estos buenos sacerdotes, su compromiso, su ejemplo, su entrega, su humildad y su valentía, como la demostrada por el padre Cecilio, deben ser interpretadas como una invitación a ser buen pueblo. Por eso debemos estar con nuestros obispos y sacerdotes, y con todos los que luchan por la justicia y contra la violencia, sentir con nuestra Iglesia, siendo generosos y humildes, pero proactivos y críticos.
* Paulino Espinoza, director del Centro Cultural Universitario.