“Nunca discutas con un necio”, reza la conocida frase, “o te arrastrará a su nivel, y desde ahí te ganará por su experiencia”. Algo similar sucede respecto al combate de las pandillas. Frente a la irracionalidad del delito, la sangre y la violencia, no es posible oponer más locura y sinrazón, pues, aunque se venza al pandillero o al asesino en su terreno, ya se habrá sido derrotado.
Durante treinta años, los Gobiernos del FMLN y Arena, así como el resto de sectores que ostentan algún nivel de poder, desoyeron esta elemental lección de sentido común. El presidente Cristiani y Calderón Sol fortalecieron las bases de un sistema desigual, abusivo e injusto dentro del cual las maras o pandillas maduraron en su adolescencia. Francisco Flores, lejos de reparar estos errores, ofreció como principal salida detenciones masivas y una ley antimaras que criminalizaba “ser pandillero”. Finalmente, el último presidente de la derecha en el poder, Antonio Saca, ofreció las mismas cuotas de violencia, con un “super” de prefijo. Nada de esto funcionó.
Desde la izquierda, Mauricio Funes ofreció militares, más todavía que Saca, y Sánchez Cerén apostó a superar tal dureza con medidas más extremas, aumentos de pena y la creación de nuevos delitos. La Sala de lo Constitucional no se quedó rezagada y convirtió a los pandilleros en terroristas en el año 2015, tiempo después que la Asamblea Legislativa los declarara “crimen organizado” y desarrollara una jurisdicción especializada para aplicares penas. Nada de esto ha funcionado contra las maras. Nada de lo que viene desde el terreno del engaño o la violencia parece hacerlo, desde los seductores favores penitenciarios, negociaciones ocultas y financiamiento, hasta la severidad del policía, el soldado, el grupo de exterminio, las tanquetas en la plaza pública, e incluso los drones y helicópteros sobre nuestras cabezas.
Las pandillas son resistentes a la violencia, lo cual no es extraño: nacen de la violencia social y estructural que les rodea, y sobreviven gracias a ella en un entorno donde rige la ley del más violento. Más allá de lo anterior, cada embate furioso del Estado parece proporcionarles nuevas y peligrosas propiedades: lavar dinero, regentar narcomenudeo, participar en sectores económicos informales, incrementar o reducir estratégicamente su control territorial a conveniencia, e incluso negociar abiertamente, y en posición de paridad, con las cúpulas partidarias de todas las ideologías y tendencias.
Con lo anterior, llegamos al presente momento, uno que continúa desoyendo los gritos del pasado. Frente a la sinrazón del pandillero, el Gobierno de Nayib Bukele se propone ser tan o más violento que ellos: un renovado y más comprometido culto al fusil y a las milicias, el anuncio de fuerza letal ante cualquier atisbo de resistencia, la exhibición de supuestos pandilleros en espectáculos dignos de Auschwitz, e incluso la implementación de calabozos diseñados para ser más degradantes que las prisiones anteriores (esto ya era un verdadero reto). ¿Qué promete un plan que busca convertir al Estado y sus ideales en una maquinaria más letal e irracional que un pandillero? Sencillo, muy poco en lo pragmático, nada en lo ético.
*Oswaldo Feusier, docente del Departamento de Ciencias Jurídicas.