Corrupción y maniobras legalistas

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Cada vez que hay un escándalo en los sectores políticos, se tira de la pita y salen a luz más detalles. Detalles que hablan de una corrupción relativamente generalizada. El caso Samayoa no ha sido la excepción. Ahora sabemos que su esposa trabajaba como asesora de la fracción de GANA en la Asamblea, que ganaba un salario ligeramente superior a los 2,800 dólares y que fue despedida por "pérdida de confianza" tras haber denunciado a su esposo como maltratador. Todo un caso de corrupción debidamente protegido por la ley. El contrato era supuestamente legal, y en el despido se ha dado también una razón amparada por la ley. Y al final, en medio de los acontecimientos, los políticos quedan hipócritamente felices porque el imperio de la ley brilla esplendoroso.

Si se investigara a fondo cuántos parientes de altos cargos encuentran con facilidad puestos de trabajo en dependencias estatales, tendríamos sorpresas en abundancia. Hijos, esposos, sobrinos... toda una gama de familiares saldría a relucir. Y no solo en la Asamblea, sino también en el sistema judicial y en el Gobierno. Aunque es cierto que toda persona tiene derecho al trabajo y que si la ley no lo impide, no se les debe poner obstáculos, también es cierto que los modelos de contratación en el Estado deberían ser transparentes, garantizar la estabilidad laboral y premiar la capacidad más que el parentesco. El uso de fondos estatales para gasolina, viáticos, viajes sin trascendencia ni utilidad añade más elementos a este estilo de legalidad corrupta que con tanta frecuencia practica la clase política salvadoreña. En un país pobre y de escasos recursos como el nuestro, el abuso de bienes estatales y los favoritismos "consanguíneos" deberían perseguirse con rigor.

Pero la costumbre es otra. Y en este campo, los necesarios cambios caminan demasiado despacio. Generalmente, el político que ha abusado de los privilegios que le da la ley no sufre ningún tipo de consecuencias. Incluso cuando ha violado flagrantemente la norma, encuentra con frecuencia modos de sobrevivir políticamente. El acto legal más corrupto de los últimos tiempos fue sin duda la privatización de los bancos nacionalizados en 1979, que le permitió a algunas familias cercanas al poder enriquecerse exponencialmente y prácticamente sin costo. Por supuesto, toda nuestra gente bien aplaudió el acto corrupto, justificado por una ley y enmascarado en las maravillas del libre comercio. Pero también a niveles más bajos la falta de una ética pública abunda.

Disparos al aire en una fiesta de cumpleaños, tiros contra una policía, menciones en el Informe de la Comisión de la Verdad que no se tienen en cuenta, impagos de las cuotas familiares, acoso y abuso sexual, utilización de guardaespaldas en actividades lucrativas para el "dignatario" estatal, vehículos del Estado para llevar a la esposa de compras o a los hijos a diversas actividades, nada turba el pedigrí democrático ni la paz constitucional de nuestros políticos. El empleado que comete una estafa en el banco en el que trabaja, además de ir a la cárcel, nunca más volverá a trabajar en uno. El político que usa mal y en provecho propio dineros o recursos estatales no tiene de qué preocuparse, porque hay formas legales de estafar al Estado y porque las leyes no son tan rígidas para el funcionario de alto nivel como para los simples mortales. No hay duda de que los bienes privados están mejor protegidos legalmente que los bienes públicos, cuando en realidad debería ser al revés.

El de Mireya Guevara es sin duda un caso sintomático. El Tribunal de Ética Gubernamental, al fin constituido, debería investigarlo de oficio. Nuestros diputados y muchos políticos tienen la absurda y trasnochada idea de que todo lo que es legal es ético. Si algo han hecho bien los legisladores en el ámbito de la ética es ampliar las posibilidades de acción del mencionado Tribunal, permitiéndole actuar sin necesidad de denuncia formal. Tal vez eso contribuya a que se den cuenta de que hay actitudes y actos claramente contrapuestos a la ética que no son directamente ilegales. Investigar tanto la contratación como el despido de esta mujer puede ayudar a una reflexión ética que trascienda los miopes y cortos conceptos de los que ahora gustan llamarse a sí mismos servidores públicos. ¿Hubo un proceso de contratación que realmente respondiera a cualidades y preparación para el trabajo que se trataba de desempeñar? ¿Fue racional y justificada la pérdida de confianza o simplemente fue un acto de complicidad con la brutalidad machista que golpea a la mujer?

La tradición de confundir la ética con el cumplimiento de una insuficiente legalidad, que ni protege el buen actuar ni cuida los recursos comunes de la ciudadanía, es una verdadera plaga entre nosotros. La ética pública es necesariamente procedimental y debe estar siempre en proceso de afinamiento y avance en los propios códigos legales. El Tribunal de Ética Gubernamental tiene como desafío analizar rigurosamente los casos que se van dando y ofrecer una línea de responsabilidad ética seria, acuciosa y que respalde las justas reclamaciones de la ciudadanía, esa que cada día está más harta del abuso y la impunidad. Su trabajo ayudará sin duda, si se realiza bien, a perfeccionar no solo comportamientos, sino también normas, de momento demasiado complacientes con la corrupción y el amiguismo.

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Anónimo
20/09/2012
11:39 am
Ética en El Salvador es una palabra que la encuentras en una ley, un libro, en los dichos de alguna persona, pero no la registras en las acciones de un gobierno, mucho menos en las actuaciones de los funcionarios públicos. Que puedo esperar de los diputados si en lugar de ejecutar sentencias como entes públicos lo que hacen es discutir a ver si justa la sentencia; no dudo que un juez o jueza, en el mejor de los casos juzgue y declare culpable a Rodrigo Samayoa, si es que Mireya no negocia su dignidad y honor por unos dolares o seguridad personal, esté no someta a discusión si la sentencia esta correctamente aplicada, ya que los diputados se creen cables.
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