Aunque vamos avanzando lentamente, todavía podemos afirmar con bastante objetividad que en El Salvador no hay una cultura desarrollada de derechos humanos. El Estado ha sido permisivo con violaciones graves no solo en el campo de los derechos económicos, sociales y culturales, sino también en el de los políticos y civiles. Reflejan esto las recientes y serias recomendaciones de altos dignatarios de las Naciones Unidas a raíz de casos tan graves como las ejecuciones extrajudiciales y el intento de dar nuevas amnistías de facto a los crímenes del pasado. La despreocupación por los pobres y sus derechos está presente, y con demasiada claridad, en los esfuerzos por sacar adelante una ley del agua que deje la administración de la misma en manos privadas.
No faltan personas que acusan a las instituciones de derechos humanos de solo defender a criminales, especialmente cuando estas denuncian injusticias o abusos de la Policía. Los mismos periodistas, incluidos los dueños de los grandes medios, no tienen demasiado interés en respetar derechos humanos. Ver en las páginas de los periódicos o en los reportajes televisivos a presos semidesnudos, en calzoncillos y descalzos, obligados a caminar agachados bajo la amenaza de un garrote, no les parece un trato degradante. Sin embargo, es una clara violación de la convención contra la tortura ratificada por el país, que prohíbe tratos crueles y degradantes. Tal vez por eso nuestros diputados ignorantes no dan el paso de ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura.
La cultura de los derechos humanos tampoco destaca en los ámbitos de la empresa privada. Hay algunos empresarios conscientes de los problemas, pero son minoría. Otros se conforman con repartir algo de dinero a través de sus fundaciones. La doctrina social de la Iglesia dice que “ganar dinero no puede estar nunca reñido con degradar la tierra que habitamos y con someter a las personas a situaciones límites para sobrevivir”. Los bajos salarios siguen orillando a una buen parte de la población a situaciones límite. Y en cuanto la degradación de la tierra, una serie de empresas de la construcción han abusado de esa actividad maligna que es deforestar. La insuficiencia crónica renal no se trabaja a fondo en El Salvador por el miedo a que se descubra que el uso de químicos agrícolas es parte del problema. El dinero rápido ciega e impide ver el dolor de los pobres.
Tampoco a nivel gubernamental ha crecido el respeto a los derechos humanos. Se suele poner como ejemplo de avance la creación tras la guerra de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Ciertamente, ha sido un buen paso. Pero a pesar de sus esfuerzos, no ha conseguido cambiar el lenguaje de los políticos, cínico a veces y directamente enfrentado en otras con los derechos humanos. Tampoco se han frenado unos índices demasiado altos de violencia policial y de maltrato en las prisiones. Las últimas decisiones anunciadas por el ministro de defensa, que tienden a militarizar cada vez más la seguridad pública, dándole facultades a los comandantes de batallones para entrar en acción en casos de conflicto, constituyen una nueva amenaza dada la escasa preparación de la Fuerza Armada en labores de seguridad ciudadana.
Ya hemos hablado de las limitaciones de los despidos masivos y las formas de hacerlos, y de la presencia en el mando policial de personas que no entienden de derechos humanos. Si el Gobierno tiene problemas, la Asamblea Legislativa bate los récords de desinterés por los derechos humanos. Quienes conocen algo del tema son escasos en esta institución republicana. Y con frecuencia no se atreven a enfrentarse con sus colegas diputados cuando algunos de ellos hablan auténticos disparates frente a convenciones y normativas de derechos básicos. Incluso en la Corte Suprema de Justicia no faltan algunos ignorantes, aunque sean minoría (esperamos), que no saben manejar bien el tema del derecho internacional como fuente de obligaciones para El Salvador.
Por todo ello, crear cultura de derechos humanos es una verdadera urgencia en nuestro país. La escuela, las Iglesias y el conjunto de la sociedad civil tienen como desafío crear una nueva cultura al respecto.
* José María Tojeira, director del Idhuca.