Los intercambios de opinión en los que se desautoriza automáticamente al contrincante hacen pensar en la necesidad de promover en El Salvador una cultura del diálogo. Estamos demasiado acostumbrados a usar la palabra como dardo hiriente, en el mejor de los casos, o como insulto destructivo, en el peor. Y en buena parte han sido los políticos los promotores de esa tendencia en la ciudadanía, precisamente porque esta ve como se tratan entre ellos. Y ve también su desprecio olímpico a la opinión ajena cuando es crítica, en vez de escucharla, debatirla y pensar en cómo superarla —desde la acción, en el caso del Gobierno—. Cuando uno afirma, basado en hechos, que hay ejecuciones extrajudiciales, la respuesta es simplemente decir que se miente. Los diputados responden indignados e insultando cuando el foro del agua y las Iglesias insisten en la necesidad de una ley que garantice el acceso universal al agua potable y al saneamiento. Sobre todo si se añade que lo que están haciendo suena más a mercantilizar el agua y a favorecer a quienes la comercializan en contra de las necesidades del pueblo.
Es normal que en política se promueva con recursos propios, no con los del Estado, la imagen de los líderes de los partidos. Pero hacer depender la política de la imagen es siempre contraproducente, porque puede endiosar al político y quitarle consistencia a lo que es o debe ser la política: una búsqueda reflexionada y sistemática del bien común. El afán de hacerse de una imagen por encima de todo hace que se olvide fácilmente el bien común y se tienda a sustituir la búsqueda laboriosa del desarrollo participado, ecológico e integral, por medidas inmediatistas y por una propaganda de apariencias que finalmente no pueden ocultar las miserias de la realidad. El culto a la imagen lleva tanto al deterioro de la relación honda entre personas como a la desconfianza —y en ocasiones, destrucción— de los paradigmas que se quiere representar. El diálogo, en cambio, construye relaciones armónicas, incluso en medio de la diversidad o diferencia de opiniones.
Privilegiar la educación, dar el dato preciso en el que se basa la opinión, argumentar sin insultar, buscar puntos de contacto y de avance común son parte del diálogo político necesario para un desarrollo que conduzca a un bienestar cada vez más generalizado. Hay derechos que deben ser universalizados y trabajados sistemáticamente por todos. La Constitución no puede ser un texto de adorno ni una especie de recurso último de los abogados en medio de sus pleitos. Es absurdo que teniendo una Carta Magna bastante buena nos olvidemos de sus principios y valores básicos, y seamos incapaces en el quehacer político de concretar en acciones dichos principios. Con una Constitución que va camino de cumplir cuarenta años, que habla de justicia social y de bienestar económico, resulta incomprensible que en el debate sobre el agua haya políticos que se exaltan y se enfurecen cuando algunos sectores exigen que el agua potable para uso en el hogar y para el saneamiento sea administrada sin fines de lucro por el Estado.
Dialogar es ver la posición del otro, tratar de entenderla, exponer la propia con honestidad y buscar acercamientos no solo entre las posiciones contrarias, sino también con los valores constitucionales. Ello elimina el insulto y promueve el estudio. Quita hierro a las discusiones y recurre a la ciencia. El diálogo nunca puede ser una pelea para ver quién gana, sino un ejercicio cooperativo para encontrar soluciones de consenso. Las redes sociales con frecuencia nos dan ejemplo de cómo no debe ser el diálogo. Dejarse llevar por la imagen creada para catalogar de amigo o enemigo a una persona se parece demasiado al racismo, que no mira más que el color de la persona para apreciarla o despreciarla. Y es muy probable que si no aprendemos a dialogar, acabemos tratándonos unos a otros de un modo racista, tratando de llegar al poder para maltratar al que piensa diferente.
* José María Tojeira, director del Idhuca.