La Policía tiene razones para estar preocupada por la elevada cantidad de accidentes y de lesionados y muertos. El número de accidentes del año pasado (4,789), según fuentes oficiales, ya fue igualado a finales de marzo de este año (4,790). En los tres primeros meses de 2019, el total de lesionados es mayor que el de todo el año pasado (2,551) y la cantidad de fallecidos es similar (336 contra 327). Las medidas adoptadas para enfrentar esta realidad con característica de epidemia son insustanciales y, en cierto modo, distractoras. Los retenes, la dramática construcción de altares en las carreteras y la educación de infantes en la conducción segura son ineficaces, porque no atienden la raíz del problema. El examen psicológico para los que solicitan la licencia por primera vez es burocracia inútil. Sin embargo, estas acciones, debidamente publicitadas por medios acríticos, cumplen la importante función de ocultar la incapacidad policial.
El tránsito terrestre, al igual que la economía, fue liberalizado. El Gobierno ha renunciado a intervenir y lo ha abandonado a sus propias fuerzas, esto es, a la irracionalidad y al capricho de los conductores. Estos, al no encontrar impedimento, dan rienda suelta a su desesperación y al egoísmo más salvaje con un saldo fatal. Quizás los arquitectos de la liberalización de Arena pensaron, erradamente, que las normas de tránsito, los semáforos y alguna que otra señalización bastaban para preservar el orden vial. De hecho, hay más señales turísticas que de tránsito. Confiados en “la mano invisible”, la misma que supuestamente equilibra la oferta y la demanda, prescindieron de la Policía de Tránsito como “grasa” innecesaria. Es el mismo adelgazamiento que replegó el Estado del territorio, el cual ha sido ocupado por las pandillas.
No obstante, la desaparición de la Policía de Tránsito no ha sido total. Aparece en algunas vías de tráfico intenso, como la intersección del bulevar Monseñor Romero con la avenida Jerusalén, pero su presencia es pasiva, casi indiferente. Asimismo, aparece, aunque no siempre, en caso de accidente. Como sea, su ausencia es la primera responsable del caos vehicular. La actividad de los llamados “facilitadores de tránsito” marca un notable contraste. En el municipio de Antiguo Cuscatlán, ordenan y agilizan la circulación, mientras que en la vecina Santa Tecla, donde no hay Policía ni facilitador, prevalece el caos. Aunque los dos municipios están gobernados por Arena, es evidente que sus alcaldes no se ocupan con el mismo interés del bienestar de sus respectivas comunidades.
Así como no hay mano invisible que ordene las fuerzas del mercado, tampoco se puede contar con la civilidad, la experticia y la racionalidad de los conductores. En ambas áreas es indispensable la intervención decidida del Gobierno. Si este desea efectivamente disminuir los accidentes de tráfico y su secuela de lesionados y fallecidos a niveles normales, el medio más rápido y eficaz es desplegar la Policía de Tránsito. Sirve de poco dictar normas y elevar multas si no hay una fuerza coactiva, represiva incluso, que fuerce su cumplimiento. Las multas más altas debieran recaer sobre el transporte público y de carga, porque tiene mayor responsabilidad. La insolencia con la que circulan es inadmisible. La velocidad, la falta de mantenimiento, el volcar o quedarse varado por desperfectos debieran ser sancionados severamente. Aparte de lo que contaminan.
La recaudación por concepto de multas, sustanciosa al comienzo, contribuiría a financiar el despliegue de dicha Policía. A mediano plazo, ese ingreso disminuirá, pero la circulación será mucho más ordenada y la integridad de la ciudadanía estará más segura. El despliegue de agentes y la represión, basada en la multa, deben ser complementadas con una campaña de educación vial masiva y sistemática, no para infantes, sino para adultos. Coadyuvaría mucho implementar los principios básicos de la ingeniería de tránsito.
Un hasta ahora desconocido sindicato de conductores de transporte público, cuyos integrantes acumulan multas por varios miles de dólares, amenazó con emigrar en caravana a Estados Unidos. La idea no es mala, porque así la sociedad se libraría de las cinco mil amenazas que representan sus miembros. Si llegan a pasar, ahí no podrán conducir. La más mínima infracción es motivo de deportación. En realidad, es un chantaje, al cual no se debiera ceder, porque es una petición de impunidad como la que ha beneficiado a los funcionarios de Arena y a los militares de la guerra civil. También los motociclistas reclaman sus derechos, pero obvian que constituyen una de las fuerzas que más atenta contra la seguridad vial.
El problema no es la cantidad de vehículos, aunque nadie se atreve a limitar su expansión, por ejemplo, subiendo los impuestos, porque los distribuidores son donantes de Arena, ni a retirar los vehículos antiguos, porque los propietarios del transporte público son demasiado poderosos y porque resta popularidad. Un Gobierno que se avergüenza de imponer esquelas no puede ordenar la circulación vial, ni controlar el territorio y contener a las pandillas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.