El Gobierno del “buen vivir” tiene en poco aprecio la vida de un “indigente”, una contradicción lamentable en una administración dirigida por un partido que se declara de izquierda revolucionaria. Según la versión oficial, la responsabilidad de la muerte del “indigente” recae sobre su propia imprudencia: si hubiera hecho uso de la pasarela, ubicada a pocos metros del sitio del atropellamiento, estaría vivo. El conductor temerario que lo atropelló no tiene mayor culpa, a pesar de conducir a excesiva velocidad, porque es oficial del Ejército, empleado de Casa Presidencial y buen trabajador. Quizás los indigentes no le interesan al partido de gobierno porque pertenecen al lumpen proletariado, es decir, porque no tienen potencial revolucionario. Este sector social, cada vez más numeroso por obra del capitalismo globalizado, es desechable. El indigente no tiene identidad, no tiene voz, no interesa lo que piense o sienta, es un nadie. Pero esos indigentes están por todos lados. Basta mirar con atención para descubrirlos. Paradójicamente, la izquierda del FMLN y la derecha empresarial y de Arena coinciden en despreciarlos como desechos, así como también coinciden en promover el capitalismo neoliberal globalizado.
En el otro extremo, el conductor que causo la muerte del “indigente” y huyó del sitio del accidente es disculpado por la Presidencia como un buen trabajador que, en cumplimiento de diligencias, por exceso de velocidad (otra ilegalidad), atropelló a un imprudente. Así de retorcida es la lógica del vocero de la Presidencia y, en último término, de la Presidencia misma. Los imprudentes son decenas de miles, porque es raro quien usa las pasarelas o los escasos pasos para peatones. Sin duda, falta educación vial y educación en general. Pero también el caso es expresión del caos social del país: cualquiera se cruza por cualquier parte, mientras los vehículos circulan descontrolados sin límite de velocidad.
Resulta que el “indigente” muerto tiene nombre y es un antiguo y responsable empleado de la Corte Suprema de Justicia, a cuya familia la Presidencia ha dado una simple excusa, con la misma frescura con la que intentó restar importancia al hecho y disculpar al hechor, sin remordimiento ni arrepentimiento. Un simple error, que cualquiera puede cometer y cualquiera puede comprender. No es claro quién sale más justificado por la lógica presidencial, el conductor temerario o la víctima imprudente, dado que ambos son buenos funcionarios públicos.
Lo escandaloso es que fiscales, policías, soldados y toda clase de funcionario actúan con el mismo descaro, cuando su prioridad, en cuanto que funcionarios estatales, debe ser la protección de los ciudadanos, independientemente de su condición social y económica. En este caso, el poderoso instinto de clase ha traicionado a la Presidencia, a pesar de declararse baluarte de los pobres. Esta es la segunda ocasión en que intenta justificar la fuga de uno de sus conductores del sitio de un accidente de tránsito mortal. La vida del pobre sin nombre, sin empleo, sin techo, sin tres tiempos de comida no vale lo mismo que la del empresario, el inversionista, el político, el diputado o el empleado de Casa Presidencial, sobre todo si tiene rango militar. La ciudadanía está a merced de las arbitrariedades y los abusos de unos funcionarios omnipotentes, protegidos por la impunidad.
Probablemente, ninguno de los conductores de Casa Presidencial pasaría el test psicológico al cual el Viceministerio de Transporte pretende someter a los automovilistas. Pero ese no es problema para ellos ni para ninguno con poder, dinero e influencias, porque la lógica del poderoso los eximirá. Más impacto tendría una campaña de educación vial sistemática y el despliegue de una verdadera policía de tránsito. En lugar de colocar aparatosos retenes, los agentes deben vigilar celosamente el cumplimiento de las normas elementales de tránsito y auxiliar a los conductores. Y la movilización urbana sería mucho más eficiente, algo que dice agobiarle al Viceministerio, si ordenara el transporte público (paradas fijas, carril de la derecha, equipos en buenas condiciones, control electrónico de usuarios, etc.), si suprimiera los giros a la izquierda, si impidiera aparcar en vías transitadas o en aceras… Pero es cosa sabida que los Gobiernos, en especial los de izquierda, son muy dados a complicar cada vez más la burocracia, con la falsa ilusión de que controlar más es gobernar mejor. El caos en las calles también es consecuencia de la ausencia del Estado.
No es ninguna novedad que la vida tiene poco valor en el país. Peor aún, el atropello y el asesinato han entrado a formar parte de la normalidad, con la cual hay que aprender a vivir. La sociedad ha perdido su capacidad de asombro, y con ella, la de indignación. El empleado “indigente” de la Corte Suprema de Justicia atropellado por un conductor temerario pone de manifiesto con gran crudeza el desprecio a la vida humana. El Gobierno utiliza la categoría “indigente” con la misma desvergüenza con la que usa “pandillero” para justificar sus actuaciones y omisiones. Son categorías muy útiles, porque lo explican y justifican todo. Pero, en realidad, no explican nada, ocultan la corrupción y el asesinato, y justifican la injusticia.