Los derechos humanos son una especie de resumen ético del comportamiento que deben tener los Estados respecto al cuidado de sus ciudadanos. O en otras palabras, son una moralidad externa al poder, a la que el Estado está obligado y que el ciudadano siempre puede reclamar. A pesar de lo sencillo que es entender los derechos humanos, los Estados entran con frecuencia en choque con los mismos. “El poder tiende a corromper”, decía un sabio historiador inglés, y con frecuencia es el abuso de poder lo que hace entrar en choque a los Estados con los derechos humanos. Los casos de Nicaragua y de Guatemala son un claro ejemplo.
En Nicaragua, la represión estatal ha ocasionado un buen número de víctimas. Cuando la oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU inculpó al Gobierno, la respuesta no se hizo esperar: se suprimió la presencia en el país de la delegación del Alto Comisionado. En Guatemala, la CICIG, amparada por la ONU, llevó a cabo una amplia operación de limpieza de la corrupción, hasta afectar a un presidente en ejercicio, el general retirado Otto Pérez Molina, que fue destituido junto con su vicepresidenta. Cuando empezó a investigar el financiamiento ilícito de las últimas elecciones, implicando en ello al actual mandatario, Jimmy Morales, la reacción presidencial fue no renovar la CICIG. El anuncio lo hizo Morales rodeado del estado mayor del Ejército. Y por si fuera poco, cercó con soldados durante un tiempo algunas oficinas dependientes de las Naciones Unidas.
Estos dos hechos, así como otros ejemplos centroamericanos que pudiéramos utilizar, muestran la todavía escasa conciencia del valor de los derechos humanos. Las Constituciones del istmo están inspiradas en ellos, pero estamos acostumbrados a considerar la Carta Magna como una especie de adorno en lo que se refiere a los derechos ciudadanos. El exceso de respeto o miedo al poder, así como la tradición autoritaria que impulsa a servirse del poder en propio beneficio, facilita que nuestros gobernantes, en general, abusen en el ejercicio de su cargo. Desde el abuso físico de la población a esa otra forma de abuso tan enraizada que se llama corrupción.
Lamentablemente, no hemos establecido el nexo entre derechos humanos y desarrollo, a pesar de que entramos con entusiasmo, al menos verbal, en los objetivos de desarrollo sostenible propuestos por la ONU desde un enfoque de derechos. Mientras los expertos en desarrollo insisten en que si no se universaliza la educación media no se alcanza el desarrollo, nosotros nos conformamos con el noveno grado y no graduamos de bachilleres más que al 40% de la población en edad de hacerlo. Cuando hoy la neurociencia insiste en lo clave que son los dos primeros años de la vida, carecemos de una política pública adecuada de servicio y cuido de los niños de entre cero y dos años.
Cuando las agencias de las Naciones Unidas cuestionan situaciones, exigen respetar los derechos humanos, proponen, impulsan o animan proyectos en favor de la autonomía personal y la solidaridad social no están violando la soberanía de nuestros países, como acaban diciendo o al menos pensando estos pequeños líderes autoritarios centroamericanos. Al contrario, nos ayudan a incorporarnos a un mundo en el que no se puede funcionar sin tener en cuenta la libertad del individuo y la conciencia responsable de nuestra mutua unión y solidaridad como especie. Dos valores —la libertad o autonomía personal, y la solidaridad— indispensables para la convivencia pacífica y para el ejercicio de una ética consciente y comprometida con el respeto y el respaldo a la igual dignidad de la persona humana. Pero los líderes autoritarios prefieren la desigualdad revestida de un discurso político vacío de ideas y lleno de promesas falsas, mientras tratan de llenarse los bolsillos a costa del ciudadano.
* José María Tojeira, director del Idhuca.