Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
el trabajo decente sintetiza las aspiraciones de las personas durante su vida laboral. Significa la oportunidad de acceder a un empleo productivo que genere un ingreso justo, la seguridad en el lugar de trabajo y la protección social para las familias, mejores perspectivas de desarrollo personal e integración social, libertad para que los individuos expresen sus opiniones, se organicen y participen en las decisiones que afectan sus vidas, la igualdad de oportunidades y trato para todos, mujeres y hombres.
Sin embargo, estas aspiraciones enfrentan graves obstáculos. Las cifras de la OIT y Naciones Unidas sobre la realidad del trabajo muestran brechas significativas entre el ideal y lo que sucede en la práctica. Veamos algunos datos.
780 millones de hombres y mujeres trabajan, pero no ganan lo suficiente para superar ellos y sus familias el umbral de la pobreza de 2 dólares al día (trabajadores pobres). Más de 60% de todos los trabajadores no tienen contrato de trabajo alguno. Menos de 45% están empleados a tiempo completo con un contrato a tiempo indeterminado, y esta proporción está disminuyendo. Para 2019, más de 212 millones de personas estarán desempleadas, frente a las 201 millones actuales. 600 millones de nuevos empleos deberán ser creados de aquí a 2030 solo para mantener el ritmo de crecimiento de población en edad de trabajar. Casi 21 millones de personas son víctimas del trabajo forzoso: 11.4 millones de mujeres y niñas, y 9.5 millones de hombres y niños. El trabajo doméstico, la agricultura, la construcción, la manufactura y el entretenimiento se encuentran entre los sectores más afectados. Los migrantes y los pueblos indígenas son especialmente vulnerables al trabajo forzoso.
En el marco de las celebraciones del Día Internacional del Trabajador, es necesario traer a cuenta los compromisos que los jefes de Estado han suscrito para enfrentar estos problemas, así como las exigencias éticas para que el trabajo constituya realmente un proceso de humanización. Con respecto a lo primero, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, pactada entre los Estados miembros de la ONU, señala la necesidad de dignificar el trabajo y de encarar el creciente aumento de los trabajadores pobres. En esta línea, hay compromisos de sentar bases económicas sólidas, inclusivas, innovadoras y centradas en las personas.
Más urgentemente, se comprometieron a adoptar medidas inmediatas para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos. Más estructuralmente, acordaron proteger los derechos laborales y promover un entorno de trabajo seguro para todos los trabajadores; en particular, las mujeres y personas con empleos precarios. Para 2020, se comprometieron a desarrollar y poner en marcha una estrategia mundial para el empleo de los jóvenes y aplicar el Pacto Mundial para el Empleo de la Organización Internacional del Trabajo, que propone diversas políticas encaminadas a generar empleo, ampliar la protección social, respetar las normas laborales, promover el diálogo social y fomentar una globalización equitativa.
Junto a la verificación y seguimiento de estos acuerdos, se debe tener presente, ante todo, un principio fundamental de la moral social cristiana que ha de inspirar y guiar las luchas en este plano primordial de la vida: la prioridad del trabajo frente al capital. Este aspecto fue desarrollado ampliamente por el papa Juan Pablo II, en su encíclica Laborem exercens, pero también abordado por el Concilio Vaticano II, al plantear las condiciones humanas del trabajo. La Gaudium et spes proclama:
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño a los trabajadores. […] El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de familia […].
En esta perspectiva ética del trabajo como principio de humanización, Francisco, el obispo de Roma, ha planteado cuatro características. Primero, el trabajo libre de la opresión a diferentes niveles: “Del hombre sobre el hombre; de nuevas organizaciones esclavistas que oprimen a los más pobres; en particular, muchos niños y muchas mujeres sufren una economía que obliga a un trabajo indigno que contradice la creación en su belleza y en su armonía”. Segundo, el trabajo creativo que le permite al ser humano “expresar en libertad y creatividad algunas formas de empresa, de trabajo colaborativo, desarrollado en comunidad”. Y subraya: “No podemos cortar las alas a cuantos, en particular jóvenes, tienen tanto que dar con su inteligencia y capacidad […], ellos deben ser liberados del peso que les oprime y les impiden entrar a pleno derecho y cuanto antes en el mundo del trabajo”.
En tercer lugar, el trabajo participativo, que hace referencia a la “colaboración responsable con otras personas”. Por eso, explica: “Allí donde a causa de una visión economicista se piensa en el hombre en clave egoísta y en los otros como medio y no como fin, el trabajo pierde su sentido primario de continuación de la obra de Dios, obra destinada a toda la humanidad para que todos puedan beneficiarse”. Finalmente, el trabajo solidario como respuesta a la gente que busca trabajo. En principio, “se les debe ofrecer la propia cercanía, la propia solidaridad”; luego, “se necesita dar instrumentos y oportunidades adecuadas”.
Se trata, pues, de visualizar de forma realista y esperanzada un mundo en el que exista igualdad de oportunidades, para poder contribuir a un desarrollo con prosperidad compartida.