En los últimos años, el fenómeno de las desapariciones y de los cementerios clandestinos ha resurgido como una de las modalidades de violencia extrema que afecta a El Salvador. Estos hechos tienen ingredientes de deshumanización y barbarie similares, y en algunos casos peores, a los que ocurrieron durante el conflicto armado. Todas las semanas son encontrados cadáveres enterrados o semienterrados en diferentes lugares del país; las víctimas, en su mayoría jóvenes que días antes habían desaparecido sin dejar rastro alguno. En meses recientes, estos hallazgos se han producido con más frecuencia en algunos municipios del gran San Salvador, al tiempo que, según registros del Instituto de Medicina Legal, crecen las denuncias de personas desaparecidas en el área metropolitana de la capital. Una característica muy común en estos casos es que las víctimas han sido asesinadas con lujo de barbarie. Los cuerpos lapidados, desmembrados o decapitados son negros signos del sufrimiento y la crueldad que van asociados a estas muertes. Cifras de Medicina Legal revelan que en 2011 estos casos superaron los 2 mil solo en el departamento de San Salvador, mientras que en 2010 fueron reportadas como desaparecidas 4,354 personas a nivel nacional.
Esta semana, además de los cadáveres de dos adolescentes localizados en Jocoro, se produjo el hallazgo de fragmentos de osamentas y restos de ropa de dos niños de aproximadamente 18 meses de edad. Ante este atroz hecho, pocos se han pronunciado. Hasta hoy, ni el Director de la PNC ni el Ministro de Justicia y Seguridad Pública se han referido al caso. Semanas atrás también fue encontrado el cadáver de la atleta Alison Miranda, que había sido reportada como desaparecida unos días antes por sus familiares. ¿Ante qué situación estamos? ¿Se trata de hechos aislados o de un patrón en el que las personas desaparecen y sus cuerpos o restos son hallados días, meses o años después? ¿Quiénes están detrás de estos atroces crímenes? ¿Cuáles son los móviles de estos asesinatos, cuyas víctimas son principalmente niños, niñas y adolescentes? ¿Cuántas personas han corrido esta suerte sin que hasta ahora se tenga una idea de dónde están sus restos? ¿Cientos? ¿Miles? Son estas las preguntas que en cualquier país donde predomine el imperio de la ley y el orden deberían de responder las autoridades de seguridad pública, en vez de centrar el debate en descalificar las cifras que proporcionan instituciones a las que las víctimas acuden a reportar el hecho y en búsqueda de ayuda. Detrás de cada caso de una persona desaparecida hay un rostro humano, al que se suma el sufrimiento atroz de los familiares, que durante semanas, incluso meses, deambulan de una institución a otra sin encontrar respuesta.
Es irresponsable que el Ministro de Justicia y Seguridad Pública, bajo la lógica de defender la reciente reducción de los homicidios, minimice la existencia y envergadura de un fenómeno tan grave, y que en los últimos años se ha sumado a los patrones de la violencia irracional y deshumanizante que golpea al país. A esta altura, la desaparición de personas debería ser un problema de seguridad, especialmente porque se ha vuelto habitual que una persona que desaparece por varios días es luego encontrada muerta. Asumirlo como un problema de seguridad posibilitaría, al menos, que las autoridades del ramo, de la Fiscalía General de la República y de Medicina Legal actuaran coordinadamente, juntando recursos y capacidades institucionales para investigar estos graves hechos. En esta línea, son imperativas la creación de unidades especiales para la investigación de las desapariciones, la implementación de mecanismos de coordinación interinstitucional y la contratación de expertos que coadyuven al esclarecimiento de estos hechos. Acciones como estas deberían ser prioritarias para un gabinete de seguridad que presume de exitoso y efectivo en el combate de la criminalidad.