La historia de El Salvador está plagada de operaciones de despojo a campesinos y personas débiles o empobrecidas. Hace poco vimos el desalojo de la comunidad de El Espino, fruto de negocios llevados a cabo entre Gobiernos corruptos y oligarcas tradicionales, amparados por la actuación de un juez arbitrario e injusto, denunciado incluso ante la Corte Suprema de Justicia por sus actuaciones. Dado el escándalo que significaba ver a los desalojados viviendo en la calle de uno de los sectores más privilegiados de El Salvador, el Gobierno de Sánchez Cerén inició un proceso de apoyo a la comunidad, logrando un terreno para reubicarlos. El Gobierno actual ha entrado en este caso con ímpetu, dando pasos hacia una solución digna para la gente. Pero la historia de despojo es demasiado larga y, lamentablemente, todavía frecuente. En la actualidad, hemos conocido el caso de la Asociación Cooperativa de Producción Agropecuaria El Bosque. Se trata de una cooperativa de campesinos que viven fundamentalmente de la tierra y que son, como la mayoría de la gente del campo, de bajos recursos.
Resulta que el presidente de dicha cooperativa, José Cleto Cruz Meléndez (ya fallecido), consiguió poco más de 131 mil dólares para un proyecto de desarrollo firmando dos pagarés sin protesto, con un interés del 12% anual más un interés moratorio del 3% mensual. El proyecto no resultó, los pagos se fueron dilatando y en 2018 el sistema judicial condenó a la cooperativa a pagar la suma de 848,605 dólares, sumando el capital inicial y los intereses. Por supuesto, las deudas deben pagarse, pero los intereses usurarios del 3% mensual, que han agravado terriblemente la deuda, son injustos, claramente violatorios de los derechos al desarrollo de los pobres e imposibles de pagar. Establecer culpas (ingenuidades, irresponsabilidades e incluso corrupción, si es que la hubiera habido) no excusa la brutalidad usurera impuesta por la empresa en ese tipo de contrato. Ahora se habla de desalojar a los campesinos y de quitarles la tierra en caso de que no paguen la deuda, pudiendo quedarse los acreedores con más de cien manzanas, cada vez más cerca y mejor comunicadas con Santa Tecla. Un negocio redondo apoyándose en la ignorancia ajena y en una lógica de usura que destrozarán la vida de una comunidad numerosa y decente.
¿No hay solución para estos casos? En justicia, debiera haberla. Los “abogangsters” suelen decir que la justicia es ciega. Y lamentablemente es cierta la ceguera de una justicia que no mira ni contextos ni injusticias en las que se apoyan jueces y empresarios aprovechados para desvalijar a los pobres. Como es ciego muchas veces el Estado al emprender reformas sin acompañar, ni apoyar, ni supervisar adecuadamente a quienes se embarcan en nuevas posibilidades de trabajo cooperativo fruto de esas reformas. Al final, reformas sociales que son justas e incluso necesarias terminan fracasando por la falta de protección y apoyo estatal a los beneficiarios de las mismas. Beneficiarios que al emprender nuevos modos de relación laboral y productiva carecen muchas veces de experiencia y conocimientos, convirtiéndose en sectores profundamente vulnerables a la voracidad de quienes desde el poder y el dinero saben manejar los recovecos y entresijos, muchas veces engañosos, de la legislación económica y comercial.
El Salvador necesita reformas sociales y económicas, pero especialmente instituciones sólidas que acompañen a los beneficiarios de dichas reformas y una legislación protectora de la nueva institucionalidad que pueda surgir de las mismas. Solo así se podrá conseguir la suficiente confianza ciudadana, especialmente por parte de las mayorías pobres o vulnerables; y solamente de esta manera podremos avanzar hacia una libertad democrática que garantice el desarrollo de las personas.
* José María Tojeira, director del Idhuca.