Es casi universalmente reconocida —y “consagrada”, dirían algunos— la polarización que impregna nuestro sistema de partidos y el comportamiento electoral de los salvadoreños. Un fenómeno que tiene resonancia en muchas facetas de la cotidianidad, pero especialmente en tiempos de campaña electoral. Citemos un ejemplo. En el contexto de las elecciones del 1 de marzo, se leyó en una de las redes sociales de mayor popularidad un comentario de un profesional del derecho, profesor universitario, refiriéndose con sarcasmo a una actividad académica frustrada por la escasa audiencia e interés que provocó entre los previsibles miembros del auditorio un candidato a diputado por el principal partido de oposición.
El comentario despertó inmediatamente una serie burlas entre replicadores, obviando una reflexión elemental: más allá de que la disertación tendría lugar en un espacio caracterizado por formar profesionales con una visión política incompatible con la del candidato, se desarrollaría ante una comunidad académica. Y, en teoría, es esta un sector que ejercita sus facultades intelectivas, que delibera y contrasta los argumentos de cualquier disertante. Este hecho constituye un indicador evidente de que la sociedad salvadoreña está partida. Si una comunidad académica, que por antonomasia debe exhibir plataformas cognitivas e ideológicas mucho más flexibles y transigentes que las de otros sectores, que debe estar abierta al debate, a la construcción de idearios diferentes, no es capaz de escuchar las propuestas, creencias y percepciones de un actor político significativo en nuestro medio, las expectativas son muy escasas respecto al resto de la ciudadanía.
La situación es inquietante. La desidia y confrontación que se muestran en nuestro país frente a las posturas de “los adversarios” es efecto de los liderazgos políticos contemporáneos. Cuando se revisa la forma de gobernar excluyente y con opción preferencial por los ricos de la que hizo gala el ahora partido opositor, y cuando se analiza la desconfianza y dureza que alimentan actualmente el giro policíaco de la administración pública, el observador se percata que los dos grandes polos de actuación política son los generadores de ese fraccionamiento.
¿Cuándo esos liderazgos se darán cuenta de que somos un país débil, empobrecido, exiguo y poco apreciable en el concierto político y comercial de las naciones? ¿Cuándo se percatarán de que para construir un verdadero hogar, un sitio con dignidad para todos los salvadoreños, en el que no haya ni una sola persona que desee abandonar sus arraigos y su tierra, debemos caminar en una misma dirección, a un mismo paso, suprimiendo cualquier acto excluyente —como no sea aquel que potencie a los más desfavorecidos—? ¿Cuándo se despojarán de sus intereses y actuarán frente a un fraccionamiento que nos convierte en un país aún más pequeño, con mínimas posibilidades de desarrollo? ¿Cuándo intervendrán liderazgos políticos que impulsen un auténtico proceso de maduración de la ciudadanía?
Durante esta campaña electoral y la presidencial reciente, no se escuchó una sola propuesta que apuntara a reactivar el capital ciudadano, abonar a la cohesión social o construir identidad nacional. Ni una sola propuesta basada en la cultura de la paz, el respeto y la tolerancia, especialmente frente a los marginados, a los “diferentes”, a esos “otros” que no son “como nosotros” ni están “con nosotros”. El reto está servido; alguno de los dos partidos políticos mayoritarios puede tomar la iniciativa. Esa es la deuda, la gran deuda que esta clase política y muchos actores importantes de la llamada sociedad civil tenemos con esta generación. Esperemos que nuestros descendientes no nos juzguen con el rigor que merecería no haber hecho nada.