El relato de la dictadura enfatiza su superioridad sobre la democracia como la mejor forma de gobierno. Aduce como prueba irrefutable que la supresión de la independencia de los poderes del Estado y su concentración en el Ejecutivo hizo posible erradicar a las pandillas, al despejar el camino para el régimen de excepción; sin obstáculos ni controles institucionales, este opera desenfrenadamente. El libertinaje permitió incluir la persecución política, cuyas víctimas son asimiladas a los pandilleros. Esa voluntad última, inapelable y despótica hizo realidad la seguridad ciudadana, hasta ahora su logro más sustantivo. Asimismo, liberó los fondos públicos de los controles de la sana administración, los cuales quedaron así a su disposición. El descontrol propició el despilfarro y la corrupción, el aumento de la deuda pública y la crisis financiera.
Visto así, el mayor logro de la dictadura es la supresión de la institucionalidad democrática. Convencida de haber acertado, ya ni siquiera se molesta en encubrir o disimular su verdadero talante. Sin embargo, el envalentonamiento, destacado por la prensa internacional, tiene mucho de apariencia. La seguridad a la que el relato se aferra como carta de presentación no es tan grandiosa y hermosa, como dice Trump. Si lo fuera, la satisfacción de la misión cumplida no prestaría atención a las críticas.
Pero no es el caso. La dictadura que emergió como fenómeno insuperable, resulta ser extremadamente sensible a las opiniones contrarias. Se revuelve contra los organismos internacionales que tomaron nota de su éxito y no vacilan en colocar al país entre los mayores transgresores de derechos humanos. Un primer lugar vergonzoso por lo que implica de crueldad e inhumanidad. Embiste a la prensa que denuncia sus contradicciones e inconsistencia, en especial, el pacto corrupto con las pandillas. No castiga al lobo para defender a las ovejas como sostiene el relato, sino que lo usa para depredar el rebaño revestida de decencia.
El flujo constante de revelaciones ha despojado de respetabilidad a la dictadura. El relato del pastor responsable no se sostiene. El desfile de más de treinta modelos como prisioneros del Cecot en la semana de la moda de París fue de denuncia y desprecio. La reacción sarcástica de la dictadura reconoce implícitamente el impacto nocivo de la protesta. Una contradicción más, porque la prisión es visita obligada para sus invitados VIP.
Enseguida intervino el New York Times, que no solo corroboró el pacto con las pandillas, sino también informó que uno de los colaboradores más cercanos de Bukele y, por tanto, con conocimiento directo de las conversaciones con los pandilleros, el responsable del sistema carcelario, acudió a la embajada de Estados Unidos en dos ocasiones para solicitar asilo “a lo grande” a cambio de proporcionar detalles sobre la conspiración de su jefe. En ese momento, Bukele ya estaba en la mira de una investigación federal, pedida por Trump. Uno de los investigadores lo descalificó por “sucio” y “corrupto”.
En realidad, Bukele no llegó al poder por razones teóricas o políticas, sino por una mezcla de casualidad, oportunismo y pragmatismo. El fracaso del pacto con las pandillas y la popularidad instantánea del encarcelamiento masivo e indiscriminado fueron el comienzo. El autoritarismo represivo sintonizó con una sociedad que, desde tiempos inmemoriales, añora la mano dura que impone disciplina, orden y respeto. Esta pretensión pasa por alto que la disciplina férrea y la represión despiadada se traducen en violencia doméstica y social. En este contexto sociocultural, Bukele emergió como el gobernante ideal.
La debilidad del Estado, cultivada desde siempre por la oligarquía y los militares, una alianza para acumular capital y cultivar el militarismo, facilitó el ascenso de Bukele al poder. El FMLN desperdició la oportunidad de robustecer la institucionalidad democrática. La independencia de poderes, el control de la administración pública y la persecución del delito hubieran sido revolucionarios, en sentido estricto. Pero en lugar de enfrentar a los poderes de facto, sus líderes se acomodaron al orden establecido, se olvidaron de sus bases y medraron. Si hubieran sido fieles a sus principios, habrían reforzado el Estado de derecho y así habrían cerrado la puerta a la dictadura.
El relato de la dictadura de Bukele es pobre y frágil. De lo contrario, se regodearía en su propia narrativa. Abundaría en éxitos deslumbrantes e inigualables. La satisfacción por la misión cumplida sería tan embriagante que despreciaría las críticas por irrelevantes. Pero no puede desentenderse de ellas, porque no reaccionar ante el desvelamiento de la impostura es condenarse de antemano.
El relato pierde terreno ante el empuje de la realidad. La dictadura actual no es mejor que la democracia. Es una versión revisada de las dictaduras pasadas, que enriquecieron a la oligarquía, satisficieron la ambición de poder de los militares y humillaron a las mayorías.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.