Cuanto más poder quiere tener, más obligado se ve el político a mentir. No hay dictadores que hablen con la verdad a sus pueblos. Hitler y Stalin son dos modelos opuestos de dictador, pero ambos coincidían en la necesidad de mentir. La superioridad de la raza aria, una mentira obvia, era útil a la política criminal de Hitler. La dictadura del proletariado ejercida individualmente por Stalin era otra fórmula falsa que permitía el abuso, el asesinato y el control casi absoluto de la población. Son ejemplos del pasado que muestran a dónde puede llegar la brutalidad de quien miente. Más reciente en el tiempo es el caso de Pol Pot, obsesionado con una purificación ideológica total de su país, que se tradujo en un genocidio que exterminó en cuatro años a casi el 20% de los camboyanos. La mentira convertida en verdad oficial justificó todo tipo de brutalidad.
Este tipo de hechos terribles dio origen a esfuerzos y mecanismos de control que pasaron a formar parte de la democracia. Los derechos humanos se proclamaron como reacción a los crímenes del poder. Sin embargo, recientemente han proliferado gobiernos autoritarios que acentúan el poder del Ejecutivo en detrimento del judicial y el legislativo. En Estados Unidos, el caso del presidente Trump es muy claro, aunque se encuentra con la resistencia de un sistema democrático con división de poderes de larga tradición. En los países centroamericanos, con democracias más débiles y con la presencia de formas culturales autoritarias en la mayoría de la gente, la mentira ha alcanzado en la política unos niveles cada vez mayores. Nicaragua lleva la delantera, justificando con embustes encarcelamientos injustos, confiscaciones arbitrarias de propiedades y privación caprichosa y rencorosa de la nacionalidad a los opositores.
También en El Salvador la mentira ha cobrado una fuerza desmedida. Se recurre a ella para defenderse y para atacar, para confundir y para conseguir fines inconfesables. Kant decía que la “posesión de la fuerza corrompe inevitablemente el libre juicio de la razón”. Hoy no faltan quienes asumen que todo lo dicho en el pasado es falso o manipulado si así lo dice el poder. Quienes a sí mismos se consideran intelectuales y desde la simpatía con los que mandan tratan de ver el vaso medio lleno en vez de medio vacío olvidan fácilmente que una tarea básica de quien tiene formación y pensamiento crítico es trabajar por que el monopolio de la fuerza no se convierta en monopolio de la verdad. En la política, la mentira busca siempre manipular a las personas, dividirlas, confundirlas. Y convierte la tendencia universal al saber y a descubrir la verdad en simple elección de falsedades a conveniencia.
La verdad no es un objeto de consumo utilitario, cuya perversión o negación sirve para navegar cómodamente entre las contradicciones históricas del presente. Si la razón y la crítica se llevan a cabo desde la opción por el bien y la virtud, construyen sociedades sólidas y armoniosas. En cambio, las versiones de la realidad destinadas al consumo cómodo favorable al poder tienden a dividir, a enfrentar a unos con otros, a acrecentar la desigualdad y a romper la cohesión social. Cuando el Quijote repetía la frase bíblica de que con frecuencia el mal se disfraza de ángel de luz, no hacía otra cosa que recordar que hay mentiras que se disfrazan de verdad. Hoy día, las mentiras de la política provocan un daño social cada vez más grave. Pero por mucha credibilidad que coyunturalmente se les dé, nunca sustituirán el afán humano de verdad y la capacidad crítica de buscarla.