En 2007, la ONU declaró el 20 de febrero como el Día Mundial de la Justicia Social. Y ha recomendado a todos los países que celebren anualmente esa fecha con una mirada tanto hacia dentro de sí mismos como con una visión universal. Sin embargo, a pesar de que estamos en una época electoral que debería ayudarnos a mirar hacia nuestra propia problemática, el tema de la justicia social está prácticamente fuera del debate. Para unos, porque piensan que ese lenguaje es cosa del pasado. Y para otros, porque piensan que ya están llevando a cabo lo que esa temática encierra. No obstante, y al igual que lo que ocurre en el colectivo mundial, la injusticia en el campo de lo social sigue siendo un grave problema entre nosotros. Curiosamente, mientras muchos nos dicen que no hay que vivir mirando al pasado, nuestro país prefiere mirar hacia el bicentenario del supuesto primer grito de independencia con más obstinación que hacia la justicia social. Y no digamos los areneros, que cuando se habla de los crímenes de la guerra civil dicen que hay que dejar tranquilo y olvidado al pasado. Pero cuando se trata de recordar a D’Aubuisson, allá van corriendo todos al cementerio. Si la consigna es olvidar lo que dijo la Comisión de la Verdad, ¿no sería bueno olvidar también a todos los nombrados en su informe? ¿Por qué solo a las víctimas?
Dejando a los victimarios aparte, ¿cuál es la razón de que se mire al pasado y se hable de él en vez de preferir el tema de la justicia social? Volver la vista hacia el primer grito de independencia o hacia 1821, independientemente del partido o ideología propios, aporta beneficios políticos. Se ensalzan las virtudes del pasado, se identifica a quien recuerda el pasado con el liderazgo posible o real del presente, y se utiliza el lenguaje al gusto. Pocos se atreven a hacer críticas a las actividades conmemorativas una vez que se arma un buen despliegue propagandístico sobre las glorias pasadas de la nación. Hablar de la justicia social, por el contrario, resulta siempre problemático. Porque nos descubre las graves injusticias sociales existentes en el presente y la poca capacidad de enfrentarlas. Hablar del pasado, y cuanto más lejano mejor, ofrece siempre la posibilidad de tergiversarlo a favor de un presente miserable, pero disimulado en una propaganda que nos convierte en una especie de herederos de las glorias de antaño.
Cuando algunos se atreven a hablar de los crímenes cometidos en la guerra civil, aparecen inmediatamente los nuevos adalides del presente diciendo que hay que dejar de pensar en el pasado para ocuparnos de construir el futuro. Como si la revisión y reflexión sobre el pasado no tuviera que ver con el futuro. Pero a esas mismas personas que les molesta que se hable de lo que pasó hace 20 años no les molesta en absoluto hablar sobre la independencia de hace doscientos años. En el fondo, quienes así actúan están respaldando una especie de nacionalismo de la peor laya. El nacionalismo de quienes inventan esencias de los pueblos en beneficio de quienes tienen el poder. En otras palabras, el nacionalismo de quienes esconden la realidad miserable del presente en glorias del pasado para continuar siendo dueños de un futuro injusto, pero beneficioso para ellos. El nacionalismo alemán, inventando estupideces sobre la "raza aria" y sus glorias míticas, nos muestra lo peor y más deleznable de este tipo de lógica. Aunque suavizados en sus expresiones y por supuesto en sus acciones, muchos de los partidos que se autodenominan nacionalistas suelen tener tendencias parecidas.
Recordar el pasado críticamente, especialmente aquel que sigue incidiendo en la vida del ciudadano, es indispensable para construir un futuro decente. En ese sentido, celebrar el Día Mundial de la Justicia Social, mirando el presente de injusticia y sus raíces en el propio pasado —cercano o lejano—, es indispensable para construir un futuro mejor. Todos los seres humanos, simplemente para crecer como humanos, tenemos que mirarnos autocríticamente con cierta frecuencia. No para destruirnos, sino para construirnos adecuadamente. Negar la injusticia social, se usen los argumentos que se usen, es una simple y burda afirmación de que queremos que todo siga igual. Es absurdo que nuestros jóvenes, con mayor grado de escolaridad que sus padres, tengan más dificultades que la generación anterior para conseguir trabajo. Y más absurdo aún es que cuando consiguen su primer empleo, el salario que reciben tiene menor capacidad adquisitiva que el que recibieron sus padres hace 40 años, cuando iniciaron su vida laboral. Esa es la realidad que nos describe el estudio del PNUD sobre el trabajo y el salario en El Salvador (2007-2008). Una realidad a todas luces injusta, pero que beneficia a alguien o a varios (con nombres y apellidos). No a las mayorías trabajadoras, pero sí a ese pequeño porcentaje de El Salvador que es cada día más rico y que incluso puede darse el lujo de invertir en la campaña electoral estadounidense (por supuesto, del lado más conservador).
El Día Mundial de la Justicia Social no es una efeméride que merezca quedar silenciada en El Salvador. Tampoco es un día para ser utilizado en la propaganda electorera tan floja y de tan bajo nivel que estamos teniendo (tal vez porque desde nuestra cultura autoritaria se piensa que solo el Presidente puede cambiar o mejorar el país). Pero sí es un momento, un tiempo especial, que nos llama a la reflexión. Solo conociendo la realidad podemos cambiarla. Y la justicia social es, por un lado, una demanda y un proyecto, y, por otro, un campo de valores con un enorme déficit en El Salvador. Aunque no hayamos celebrado la fecha como lo merece, la justicia social está ahí, como un desafío para nuestras tierras. Un asunto que se celebra un solo día, pero que debemos pensar y reflexionar a lo largo de todo el año.