"Los organismos que defienden los derechos humanos", afirma Alberto Adrianzén, "bien pueden ser definidos como los aguafiestas. Cuando pensamos que todo va bien y que el futuro nos sonríe, ahí están ellos para recordarnos que no es así. Dichos organismos se comportan como los ‘Pepes Grillos’ que todos llevamos dentro. Nos recuerdan que no estamos solos, que somos egoístas y que debemos pronunciarnos sobre temas fuertes". Eso, siendo cierto, no siempre es entendido; a veces, hasta genera ataques en contra de quienes intentan hacerlo en serio, coherentes y parciales a favor de las víctimas violadas en su dignidad. "Por eso", dice el parlamentario peruano, "no es extraño que su imagen sea polémica; que no guste ni al poder y algunas veces tampoco a los ciudadanos".
La cita es útil para introducir este comentario. Institucional o personalmente, eso es lo que se ha tratado de hacer en distintos espacios, a lo largo de cuatro Gobiernos areneros y del que está por terminar: poner el dedo en la llaga, sabiendo que el problema nunca será el dedo, sino la llaga. Eso que debería estar claro por ser objetivo y lógico, no lo está tanto. La desagradable percepción sobre los grupos y las personas que en serio intentan contribuir a construir una convivencia social en la que la dignidad esté en el centro, no arrinconada, no es exclusiva de Perú. Acá pasa lo mismo. No importa. No queda otra más que ser Pepe Grillo, pelo en la sopa o voz discordante cuando las peroratas oficiales y partidistas glorifican o condenan —depende de dónde esté cada cual— a este poco creíble proceso democrático, que cuida demasiado las formas y descuida muchísimo el fondo.
"Somos ejemplo para el mundo", "el sistema se consolida", "avanzamos"... Así se gastan las frases elogiando algo que debe examinarse con rigor y seriedad, sin tomar como parámetro el escenario de una guerra que quedó atrás hace más de veintidós años. Por eso, desde los derechos humanos, hay que decir lo que otras voces no se atreven o no quieren decir, esté quien esté en el Ejecutivo. Ricardo Blume, más conocido por su aparición en telenovelas mexicanas, que por ser en su país doctor honoris causa de la Pontificia Universidad Católica de Perú, califica esa labor como "difícil", "delicada" y "tantas veces incomprendida, pero fundamental".
Fundamental, sí, para esa democracia tan ansiada que aún no existe en El Salvador, pero también una labor de avanzada, y el caso de Francisco Flores sirve para demostrarlo. Ahora que el mundo entero lo tacha de corrupto con sobradas razones y legítima indignación, vale la pena recordar algo de lo que durante su nefasto ejercicio presidencial le cuestionaron desde la sociedad, más allá de los delitos que por hechor y consentidor lo han convertido en prófugo de la justicia.
Este personaje se ufanaba de haber encarado a Fidel Castro, acusándolo de ser responsable de la muerte "de tantos salvadoreños", pero no tuvo empacho en proteger siempre a quienes ordenaron, encubrieron y financiaron la barbarie en el territorio nacional; esa que durante dos décadas, al menos, lo ensangrentó y enlutó a cientos de miles de familias. ¿Qué dijo el envalentonado y autoritario Flores —presidente ante cámaras y delincuente a escondidas— cuando varias veces la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó adecuar la legislación interna para dejar sin efecto la ley de amnistía? El 18 de octubre de 2002, dijo que era "la piedra angular de los Acuerdos de Paz; [...] que nos permitió a nosotros perdonarnos". Y agregó: "La persecución de los crímenes de guerra hubiera producido otra guerra. [...] Aquellos que buscan quitar esa piedra angular de los Acuerdos de Paz pueden sumergirnos en un grave conflicto adicional".
Esa ley, aprobada el 20 de marzo de 1993 por una Asamblea Legislativa que manejaba a su antojo el partido Arena, no fue ni será nunca esa tal piedra angular; ha sido, eso sí, una gran piedra de tropiezo en el camino hacia la verdadera y tan anhelada paz que aún no goza la población. Pero lo expresado entonces por Flores es objetivo y coherente si se observa al país con la lupa de sus intereses y de sus jefes. Todos urgían una amnistía amplia y contraria a los estándares internacionales de derechos humanos, que consolidara la impunidad para evadir con facilidad la justicia y hacer más negocios ilícitos y lucrativos en medio de una falsa democracia. Así, Flores favoreció a delincuentes de cuello blanco y se favoreció a sí mismo; también protegió a delincuentes de verde olivo, junto a sus financiadores y encubridores.
Otro milagrito del tercer presidente arenero se dio con su plan de gobierno y los cuatro temas que abordaba: trabajo, solidaridad, seguridad y futuro. En particular, la "Alianza por la seguridad" prometía mejorar la Policía Nacional Civil y disminuir la delincuencia, entre otras cosas. Hizo todo lo contrario. Flores nombró director de la institución a Mauricio Sandoval, con su oscuro pasado al frente del Organismo de Inteligencia del Estado y antes como secretario de Información de Alfredo Cristiani (en tanto tal, instaló un micrófono abierto en Radio Cuscatlán el 11 de noviembre de 1989 para insultar y amenazar a Ignacio Ellacuría y otras personas a las que "la gente" señalaba como responsables de la ofensiva guerrillera).
Flores y Sandoval, en 2000, impulsaron un cuestionable y cuestionado proceso de depuración policial que barrió la casa de abajo para arriba; no de arriba para abajo, como debía ser. Los resultados están a la vista, tanto en lo relativo a la infiltración del crimen organizado como en el afianzamiento de las diferencias de clase dentro de la entidad, de lo que es muestra el contraste entre las precarias condiciones laborales de quienes en el terreno arriesgan el pellejo y las de quienes mandan en las alturas. Con su funesta Mano Dura y la impresentable Ley Antimaras, Flores coronó su desastrosa gestión en seguridad con el incremento de los homicidios y de otros delitos. Aparte, dolarizó de sopetón la economía también para favorecer a sus patrones y para beneficio propio. Además, envió tropas a Irak y alardeaba de que George Bush lo había nombrado "su amigo y un líder de talla continental". Asimismo, presumía de su amistad personal con otro personaje de la política internacional envuelto en escándalos de corrupción: José María Aznar.
Por más que trató, Flores no pudo privatizar el sistema público de salud. Su "reforma" fue frenada por el pueblo que marchó de blanco contra esa pretensión. Sobre esa coyuntura, uno de los comentarios semanales del Idhuca en el boletín Proceso cerró así: "La realidad se encarga, rápidamente, de desnudar a los demagogos. No parece lo más certero y justo que quien, por principios e ideología defiende de forma preferente lo privado y emplea los recursos públicos en la promoción de esos negocios particulares, sea el que esté administrando los asuntos públicos. No es eso lo que necesita y mucho menos lo que merece la sociedad salvadoreña. Por eso, mientras Francisco Flores le pone un clavo más al ataúd de su partido [...] el pueblo comienza a salir de su letargo para pasar de la indignación a la acción en defensa de sus derechos y su dignidad".
A este período presidencial le quedan pocos días y Flores no ha sido capturado. La inminencia de ese hecho la anunció el aún ministro de Justicia y Seguridad. Habrá que ver si sucede y si, luego, la justicia salvadoreña funciona como es debido. Pero, pase lo que pase, ya no debe haber marcha atrás ahora que los corruptos y sus padrinos empezaron a sentir, en el techo de la impunidad que los ha cobijado, los pasos de una sociedad indignada que en adelante deberá convertirse en el gran Pepe Grillo salvadoreño, denunciando lo malo y aplaudiendo lo bueno.