Hemos iniciado un nuevo año litúrgico, cuyo primer período es el tiempo de Adviento. En el ciclo anual se conmemora y actualiza todo el misterio de Cristo, desde la encarnación y la Navidad, hasta la ascensión, Pentecostés y la expectativa esperanzada de su segunda venida. En lo que respecta al Adviento, sabemos que significa venida o llegada del Mesías esperado, la cual es vista en una triple dimensión: Jesús vino (nacido de María Virgen), está viniendo (en los signos de los tiempos) y vendrá (al final de la historia). La Iglesia primitiva usó la palabra adventus para indicar que Dios nos ha visitado en Cristo y se ha quedado a vivir entre nosotros, por lo que podemos encontrarlo en nuestra propia historia. Esta visión del tiempo de Adviento fue releída por monseñor Óscar Romero desde su propio contexto, resignificando los acentos del mensaje bíblico que conlleva este período litúrgico. Consideradas las fuentes bíblicas, la tradición eclesial y el contexto en que monseñor ejerció su ministerio, veamos los énfasis puestos en su predicación sobre el Adviento, donde se actualiza el vínculo entre palabra de Dios, comunidad de fe y circunstancias históricas.
En primer lugar, para monseñor Romero, el año litúrgico y la liturgia no son un recuerdo del pasado ni una forma de evadir el presente poniendo énfasis en el más allá. Tampoco se trata de una repetición cíclica. Al contrario, sostiene que “la liturgia tiene la facultad de hacer presente todo el misterio de Cristo”. Y a renglón seguido ejemplifica: “Esta temporada de Adviento significa para nosotros […] que todo el espíritu de Cristo que viene a salvar el mundo se quiere hacer presente, esperanza, fuerza en el pueblo salvadoreño”. Encontramos aquí un rasgo primordial de la fe judeo-cristiana: el hecho de que Dios haya entrado en la historia. Precisamente, el año litúrgico está fundado en la historia de salvación, celebra el misterio de Dios en Cristo, presencia visible del misterio invisible.
En segundo lugar, el beato Romero define el Adviento como “el tiempo de la alegre esperanza”. Como sabemos, la esperanza cristiana es, a un mismo tiempo, promesa, quehacer y espera. Él así lo entendió y vivió. Promesa: “El pueblo cristiano camina animado por una esperanza hacia el reino de Dios”. Quehacer: “La esperanza despierta el anhelo de colaborar con Dios, con la seguridad de que si yo pongo de mi parte, Dios hará su parte y salvaremos al país”. Espera: “Las horas de Dios también hay que observarlas, hay que esperar cuando pasa el Señor para colaborar con Él”. En la homilía del primer domingo de Adviento de 1978, el obispo mártir predicaba que, para entrar en esa alegre esperanza, es necesario vivir a profundidad la pobreza y hambre de Dios, la vigilancia y fe, y la presencia cristiana y activa en el mundo.
A partir de estas actitudes, exhortaba a examinar nuestra vida para ver “si de verdad estamos haciendo honor a la Iglesia de los pobres”. Luego reflexionaba sobre uno de los principales problemas que caracterizaba (y caracteriza hoy) a la sociedad salvadoreña: la violencia. Sus lamentos en este sentido eran hondos: “¡Cuánta paz nos hace falta; cuánta sangre, cuánto crimen, cuánto terror! Y cuando decimos terrorismo no solo pensamos en aquellos que persiguen los uniformados, sino también en el terrorismo uniformado que también es horroroso y mata, y llena de miedo”. Al referirse a la vigilancia y fe, señalaba que “el cristiano no es un hombre que lo espera todo en el futuro; el cristiano sabe que Cristo ya hace veinte siglos que está trabajando en la humanidad y que la humanidad que se convierte a Cristo es el hombre nuevo que necesita la sociedad para organizar un mundo según el corazón de Dios”.
Asimismo, recordaba que Adviento es presencia cristiana en el mundo real, con sus desafíos, logros y desatinos. En esta línea, realista y esperanzada, decía que “aun en el mundo más podrido se puede vivir la alegría más íntima y se puede ser testimonio de Cristo ante una sociedad corrompida”. Más todavía: declaraba que en un mundo que obviamente requiere de transformaciones sociales profundas, “¿cómo no se le va a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres nuevos?”.
En este tiempo litúrgico, por tanto, se unen pasado, presente y futuro. Es un tiempo de alegría anticipatoria. Es también de preparación arrepentida para un futuro que está por venir. Desde luego, esta alegría anticipatoria y futura no es vaga y genérica, sino muy concreta. Uno de los textos tomados del profeta Isaías para los domingos de Adviento habla del anhelo de Israel y de la promesa, por parte de Dios, de una clase diferente de mundo. La esperanza contra toda esperanza es bellamente descrita así:
El desierto y la tierra reseca se regocijarán, el arenal de alegría florecerá […] Fortalezcan las manos débiles, afirmen las rodillas vacilantes. Digan a los cobardes: sean fuertes, no teman; ahí está su Dios que trae el desquite, viene en persona, los desagraviará y los salvará […] Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como ciervo el tullido, la lengua del mudo cantará.